1 - UN ENCARGO PELIGROSO
Cuando trabajaba en Grey, la agencia de publicidad estadounidense implantada en España desde el año 1980, compartía un despacho con una redactora, que también era directora creativa. Apenas habíamos trabajado juntos, puesto que yo llevaba poco tiempo en la empresa. Más adelante, hice con ella algunos anuncios de Magia Borrás, los únicos que he realizado de productos infantiles. Ah, y otros de Frenadol, el medicamento que frena los síntomas del refriado y de la gripe. Tiempo después llegaron los de Hidroeléctrica, Nokia y otros muchos…
El despacho era realmente pequeño, pero nos apañábamos bien. Cada uno disponía de su mesa y, con el tiempo, una pequeña cadena de música, comprada con nuestro propio dinero, vino a alegrarnos las larguísimas y continuas jornadas de trabajo. Y es que los creativos publicitarios carecemos de horario. Sabemos a qué hora entramos a trabajar, pero nunca a la que salimos.
Lo que más me gustaba de ese despacho era la ventana que tenía junto a mi mesa y que daba al paseo de la Castellana. Desde el piso once divisaba perfectamente el espacio distante entre la plaza de Lima y el puente de Raimundo Fernández Villaverde.
La de horas que habré pasado mirando por esa ventana, recostado en mi silla, con las manos cruzadas sobre la cabeza, tocándome el pelo, las piernas alargadas hasta apoyar los pies sobre la repisa y la mirada relajada, viendo los coches que iban y venían, mezclados con autobuses y motoristas. De vez en cuando se detenían por culpa de los semáforos, mientras los peatones cruzaban lentamente, juntos, como si tuvieran miedo de ir solos, y luego los coches seguían su camino. Y así todo el día, todos los días del año, incluidos los domingos y festivos. De haber contado los coches que vi pasar desde esa ventana, seguro que la cifra sería millonaria. Los observé durante casi diez años, mientras las ideas para los anuncios que me encargaban bullían en mi cerebro.
Sí, es verdad. Los creativos buscamos ideas donde no las hay. Pueden surgir en cualquier tiempo o lugar: cuando las nubes cambian de forma o donde los automóviles, anónimos seres de acero, transitan. Nada me inspiraba más que mirar lo que pasaba en la Castellana desde mi ventana. Le debo mucho a esa ventana. No podría contar la cantidad de ideas que habré inventado desde esa posición. Solo tenía que mover la mano derecha para apuntarlas en el bloc que solía tener sobre la mesa, a mi alcance.
Pasaba mucho tiempo hablando de publicidad con mi compañera. Nos gustaba mucho el cine, la música, la literatura y, sobre todo, la publicidad. Nos apasionaba todo lo que tenía que ver con la creatividad.
La odisea del avión en la Castellana empezó una mañana soleada, cuando estaba solo en el despacho, trabajando en alguna campaña, y el director de cuentas con el que solía trabajar, entró para informarme de un nuevo proyecto:
―Vamos a participar en un concurso entre agencias. Es la oportunidad de conseguir una cuenta importante de aceite para coches… CS, se llama. Tenemos que ganar.
―Lo intentaremos, por supuesto ―respondí, casi sin pensar―. ¿De qué se trata?
―No me has comprendido. Si no ganamos, tú y otros diez quedaréis despedidos.
Le reí la gracia, pero su expresión me confundió. Cuando le miré a la cara, no estuve muy seguro de que fuese una de sus bromas habituales.
―Es una cuenta importante que viene con un gran presupuesto ―añadió―. Y hay que conseguirlo. Sea como sea.
Cuando en una agencia de publicidad se habla de dinero, las bromas dejan de serlo. Las agencias tienen su fuente de ingresos en la creatividad. Si se generan buenas ideas, se consiguen buenos clientes. Y los buenos clientes suelen tener buenos presupuestos.
―Competimos con una veintena de agencias ―remarcó―. Las mejores.
―¿Cómo vamos a ganar con semejante elenco?
―Eso es asunto tuyo. Si no ganas es que no tienes buenas ideas. Y si es así, ya te puedes ir buscando la vida por ahí. Mientras tanto, serás el director creativo responsable del proyecto. Gánatelo.
―Supongo que no había otro creativo libre para adjudicarle este trabajo, ¿verdad? —me atreví a preguntar.
―Es orden del jefe. Además, es una gran oportunidad para ti. Demuéstranos lo que vales. Queremos que ganes, así que te daremos todo el apoyo que necesites…, si presentas buenas ideas, claro.
Esto significaba que tenía que afrontar el asunto yo solo. Nada de trabajar en equipo. Eso es lo que suele ocurrir con los trabajos complicados que tienen pocas posibilidades de triunfar, así el responsable no se puede escabullir. Te conviertes en el blanco de la diana. ¡Plaf!
―Veamos si soy digno de merecer vuestro apoyo ―le dije, medio en serio, medio en broma.
Es habitual que los anunciantes convoquen concursos creativos entre varias agencias de publicidad que seleccionan previamente. Lógicamente, siempre eligen entre las más punteras, como es lógico. Y Grey España era en ese momento una de las primeras agencias del país. Tenía un prestigio creativo que se había ganado a pulso a lo largo de los años. Por mi parte, era la primera vez que trabajaba en una agencia multinacional estadounidense y trataba de adaptarme a su filosofía, que era un misterio para mí. Pero aquel día empecé a conocerla. El nuevo encargo me colocaba en una extraña situación. Era un recién llegado que tenía que luchar por el prestigio de la agencia. Y por el mío, claro. La cuestión estribaba en saber si ambos objetivos iban a ser coincidentes.
La creatividad es el elemento central de los concursos. La mejor idea gana. Luego, viene un sinfín de servicios como la producción y ejecución del proyecto, la compra de medios y un largo etcétera, pero la creatividad es lo fundamental. A partir de ella se generan los buenos proyectos.
Suele decirse que los creativos son buenos si producen ideas interesantes, pero nadie se acuerda de que lo son porque también las venden. De eso no se habla. Es un pequeño detalle sin importancia que no se suele tener en cuenta.
El caso es que tenía sobre mis hombros un concurso casi imposible de ganar. Llegué a pensar que me lo habían adjudicado para tener una excusa para despedirme, pero deseché la idea cuando recordé que no necesitaban excusas para ponerme de patitas en la calle. Así son las cosas en las agencias de publicidad. Las reglas del juego son muy claras. Los creativos tienen que ganar los concursos cuando es necesario. Se les mide por las ideas vendidas; las otras, las que se quedan en el tintero, no cuentan, por muy buenas que sean. Es la cruda realidad.
Recuerdo que, cuando me informó del concurso, el rostro del director de cuentas tenía ese toque maquiavélico que tanto parecía gustarle. Jugaba conmigo igual que un niño con su muñeco. Me había colocado un petardo en el trasero y me dejó bien motivado y listo para saltar por los aires.
Aquella tarde fui a cambiar el aceite de mi coche. Iba dispuesto a empezar a documentarme, cosa que hacía cada vez que tenía que enfrentarme a un cliente nuevo.
Si habéis visto la primera escena de Mad Men, en la que el creativo publicitario, protagonista de la serie, interroga a un camarero sobre su marca favorita de cigarrillos, en busca de una información que solo poseen los consumidores, entenderéis que, a partir de ese día, cada cambio de aceite de mi coche se alargaba de manera alarmante. De hecho, acabé tomando unas cervezas con el dueño del taller de mi barrio, al que acudía cada vez que mi coche necesitaba algún tipo de asistencia, aunque no tuviese nada que ver con el aceite.
Es duro tener que charlar con alguien de un tema que desconoces y del que pretendes una información, que no eres capaz de determinar. En realidad, no sabía qué buscaba, tampoco sabía qué conocimientos me podía aportar, pero estaba seguro de que él sabía cosas que yo desconocía.
La creación se nutre de información. Hay que conocer el producto que se va a anunciar. Y eso significa sumergirte en un mar de datos. Por eso, los creativos preguntan, hacen compras falsas y se hacen pasar por un comprador del producto que les interesa con el fin de obtener información. Los comerciales, vendedores y consumidores saben muchas cosas que pueden interesar a los creativos. Y las cuentan sin pudor.
En una ocasión, tuve que tomar muchas cervezas y hablar con consumidores para encontrar ideas que ni siquiera recuerdo de qué forma llegaron a mi cerebro. Una información muy válida que, bien manejada, se convierte en oro puro, en información de cinco estrellas.
Es más importante conocer los gustos de los consumidores que las ventajas del producto. Tratándose de aceite de coches, casi nadie suele saber ni la marca ni el color de su aceite favorito, a pesar de que suele pagar por él una pequeña fortuna cada vez que pasa por el taller.
Por eso es más útil descubrir qué le aporta el producto, que lo que realmente hace por el coche. Puede decirse que la mayoría de los productos comerciales son buenos, se parecen mucho entre sí y sirven bien a su propósito. La clave está en encontrar algo que los distinga y los haga únicos. Al menos, desde el punto de vista de la comunicación.
De lo que los consumidores nos cuentan puede salir una buena idea que despierte el interés hacia una marca concreta, aunque sea desconocida. Eso es lo verdaderamente difícil de conseguir. Para eso me pagaban un sueldo, para dar luz a una marca que, siendo de calidad, era una gran desconocida para el público. O, al menos, una marca que podía vender más de lo que ya vendía, si se situaba bien en el mercado y se hacía visible para los posibles compradores. Ese era mi trabajo.
Saber que otros veinte buenos creativos trabajaban en busca de una idea brillante, me había puesto los nervios de punta. Pero los creativos publicitarios no nos asustamos fácilmente. Siempre nos queda el recurso de decir que perdimos el concurso porque estaba amañado, aunque sepamos que no sea cierto.
Ningún anunciante de calidad aprobaría una mala propuesta por dar la cuenta a un amigo. Los anunciantes pagan lo que haga falta por una buena idea. Tienen claro que ahí reside la clave para vender su producto, que es exactamente lo que buscan.
Sabía de sobra que para ganar necesitaba una buen idea. Nada más.
Ese concurso era pura dinamita.
Y estaba entre mis manos.
Tenía que impedir que me estallara en la cara.
Recordé una película en la que unos tipos inmortales peleaban con espadas y decapitaban a sus competidores mientras decían: «Solo puede quedar uno».
Pues eso, uno entre veinte.