III
El conde, que tenía una copa de vino en la mano, le observó con una cínica sonrisa en los labios, desde su gran sillón de madera, ricamente labrado y coronado por su blasón: un oso con corona de oro que sujetaba una espada entre las garras, símbolo de poder de la fuerza, única creencia de Morfidio.
―¿Te has decidido a hablar o prefieres seguir encerrado mientras tu ayudante agoniza? –le preguntó, después de dar un buen trago del denso y oscuro brebaje.
―¡Arturo está cada día peor! ¡Necesito medicinas para curarle! ¡Puede morir!
―Recuerda que él mismo pidió la muerte. No me culpes a mí de su desgracia.
―¡Eres un canalla, conde Morfidio! –gritó Arquimaes, indignado por la respuesta de su secuestrador―. ¡Cuando el rey Benicius se entere de esto, te pedirá cuentas! ¡Pagarás cara tu infamia!
―No te preocupes por eso y piensa en tu pellejo. Te recuerdo que existen graves acusaciones contra ti. Dicen que esas fieras que atacan por la noche son producto de tus experimentos y que los dragones salvajes que asolan la región los has creado tú.
―¡Yo no experimento con animales! ¡Me dedico a la ciencia, no soy un hechicero!
―Está bien, iré al grano. Si no me confiesas tu secreto y me conviertes en un rey inmortal, quemaré tu cuerpo en la hoguera y esparciré tus cenizas por el valle. No quedará ni rastro de ti. ¿Lo has entendido?
―No me asustas, Morfidio. Yo no poseo nada que te pueda convertir en un rey poderoso.
―No me infravalores, Arquimaes. Insisto en que es por tu propio bien –respondió Eric Morfidio, blandiendo un pergamino―. Explícame con precisión ese descubrimiento y te daré las medicinas que necesitas para curar a ese muchacho. Y os dejaré en libertad. ¡De lo contrario, te aseguro que arderás en la hoguera de los brujos!
―Yo no trabajo para ningún gobernante ávido de poder –respondió Arquimaes, fulminando al conde con la mirada―. Mi esfuerzo es para que otros sabios, científicos y alquimistas saquen provecho de mis conocimientos y puedan ayudar a la gente. No quiero que se pierdan cuando yo haya muerto.
―Arquimaes, el día de tu muerte puede estar más próximo de lo que crees –susurró Morfidio. En un velado tono amenazador―. Te advierto que estás agotando mi paciencia.
El sabio levantó la mano y señaló las nubes a través del hueco de la ventana.
―Todas las maldiciones del cielo caerán sobre tu cabeza si osas ponerme la mano encima. La primera gota de mi sangre que hagas derramar se volverá contra ti y los tuyos con una furia que no puedes imaginar, conde Morfidio. Tu linaje podría desaparecer.
―¡Eres un maldito tozudo! ¡O hablas conmigo o te las verás con otros peores que yo!
―¡Ni mil reyes ambiciosos lograrán que me lenguaje se desate! ¡Mi secreto está guardado en el fondo de mi mente, en un lugar inaccesible!
―¡Tengo pruebas de tu brujería! –exclamó Morfidio, agitando el pergamino que Cromell había descubierto en la torre―. ¡Aquí hay evidencias irrefutables!
―Ese pergamino es inofensivo.
Morfidio lo desenrolló, sonrió maliciosamente y leyó unas líneas:
―“El corazón de un hombre vale más que el oro siempre y cuando sea capaz de llenarlo de sabiduría”. ¿Qué significa esta frase, sabio?...
―Exactamente lo que dice: que los ignorantes no son nada.
―“Aquel que consiga colmar de conocimientos a un ser humano, le habrá dado la mayor riqueza de este mundo; le habrá entregado un poder ilimitado”. Explícame qué significado tiene todo esto. ¿Puedes acaso llenar la mente de un hombre de conocimientos y sabiduría? ¿Has encontrado la fórmula para convertir a un ignorante en sabio? ¿Ese poder es la inmortalidad? ¿Podré resucitar?
―Escucha, Morfidio. Eres ignorante y lo serás durante toda tu vida –explicó Arquimaes, recuperando la serenidad―. Yo no puedo hacer nada por ti. Eres demasiado vanidoso y déspota para transformarte en un hombre sabio.
―Y tú, alquimista del diablo, eres demasiado valioso para dejarte libre. Te pudrirás en mis mazmorras hasta que te decidas a hablar. Puede que estés viendo la luz del sol por última vez… Morirás junto a tu ayudante –amenazó Morfidio mientras abría la puerta―. ¡Guardias! ¡Llevaos a este hombre y encerradle con su criado en la celda más profunda y oscura del castillo! ¡Que sean vigilados día y noche y que nadie, absolutamente nadie, hable con ellos! ¡Nadie!
Arquimaes sintió una profunda preocupación cuando escuchó las órdenes del conde. En seguida comprendió que ese encierro al que le sometía significaba la muerte segura para Arturo. Durante unos segundos se preguntó si debía desvelar la fórmula secreta a cambio vida de su ayudante, pero recordó que era demasiado preciosa para ser compartida con ese conde ambicioso y sin escrúpulos. En sus manos, se convertiría en un arma terrible y destructora.
―Si supieras de qué se trata –murmuró Arquimaes cuando se quedó solo―, no dudarías en hacerme pedazos para arrancarme ese poderoso secreto que yace en mi corazón.
* * *
Arturo abrió los ojos y vio a Arquimaes inclinado sobre él, intentando secar el sudor que empapaba su frente.
―No te muevas –dijo el sabio―. Tienes mucha fiebre.
―¿Voy a morir, maestro?
―Ojalá no ocurra. Esperemos que la infección desparezca y la hemorragia se corte definitivamente. Pero has perdido mucha sangre.
―¡Morfidio no debe conseguir la fórmula secreta!
―No te preocupes, Arturo. Ni siquiera con torturas me arrancará una sola palabra –prometió Arquimaes―. Y ahora, intenta descansar.
―Esa fórmula es demasiado importante para que un individuo como Morfidio tenga el poder de usarla –susurró Arturo antes de cerrar los ojos y sumergirse en el mundo de las tinieblas―. ¡Hay que impedirlo!