CAPÍTULO
1. ¡A sangre y fuego!
Me llamo Víctor Latienza y tenía quince años recién cumplidos cuando entré, el 2 de junio de 1956, como cada tarde en El Aventurero, la tienda de venta, alquiler y cambio de novelas y tebeos, que estaba situada en el barrio obrero de San Diego, al sur de Madrid.
El Aventurero era una vieja casucha solitaria, de planta baja, recubierta de tejas rojas, cuyas paredes estaban pintadas con un color amarillento, agrio y sucio que recordaba lejanamente a la vainilla. Los muros conservaban las huellas de los balazos recibidos durante la contienda civil, como un recordatorio amenazante que nadie se atrevía a ocultar. Delante, se extendía una plaza triangular sin empedrar que llegaba hasta la misma puerta del Gran Cine París, que se erguía orgulloso, rodeado de edificios más pequeños, consciente de ser el cine fronterizo de Madrid ya que, más allá, no había ninguno.
Aquel inolvidable día, a principios de junio, la pequeña librería rebosaba de lectores que leían las últimas novedades de sus tebeos favoritos: Pantera Negra, Roberto Alcázar, Apache, Hazañas Bélicas, El guerrero del antifaz, Florita… En las paredes había varias filas de listones de madera que sujetaban ejemplares de los tebeos más solicitados para que los propios lectores pudiéramos coger el ejemplar que más nos gustara y, después de pagar los quince o veinte céntimos en concepto de alquiler, podíamos leerlo una sola vez, dos si el dueño estaba distraído.
El local estaba dividido en dos zonas claramente diferenciadas: los chicos nos sentábamos a la derecha y las chicas a la izquierda. En el centro, marcando la frontera, había un pequeño mostrador de madera ocupado por el gerente del local, Antonio Quesada, al que todos llamábamos Bruguera y que, en ese momento atendía a un hombre que quería cambiar una vieja novela de Marcial Lafuente Estefanía, el autor preferido de los amantes del wéstern, por un nuevo título.
Aproveché para buscar las novedades recién llegadas. Después de hacer una larga revisión, me fijé en la portada de Aventuras del FBI y descolgué el cuaderno con la intención de leerlo.
Después de decidirse por una novela titulada Coyotes en la ciudad, el cliente pagó treinta céntimos y se marchó dejando el mostrador despejado, momento que aproveché para acercarme:
―Hola, Bruguera ―le saludé―. Tienes mucha gente hoy.
―Sí, han llegado varias novedades… Por cierto, Víctor, ha salido una nueva colección que puede gustarte ―explicó después de dar una profunda calada a su estrujado Celtas.
―¿Qué es?
―Mira ―dijo extendiendo un cuadernillo horizontal―. El Capitán Trueno. Lo he recibido esta mañana.
Cogí el tebeo y lo miré con atención. Enseguida me sentí atraído por la fuerza del título: ¡A sangre y fuego!
En la parte izquierda de la portada, enmarcado en una franja roja vertical, se erguía un caballero medieval vestido de amarillo que, con aspecto desafiante, sujetaba una espada en la mano derecha y un escudo en la izquierda. En el pecho, lucía una enseña formada por barras verticales de colores rojo y amarillo.
―Parece interesante ―dije inmediatamente dejando diez céntimos sobre el mostrador, junto al ejemplar de Aventuras del FBI―. Lo voy a leer.
―Ya me dirás qué tal está ―contestó Antonio―. Tu opinión me interesa.
Me acoplé en un sitio vacío, junto a Contreras, un fornido cliente habitual con el que siempre tenía encontronazos. Lo ignoré y me dejé atrapar por la historia: «En un campamento de los cruzados, frente al último bastión árabe de Palestina…» En la primera escena, el rey Ricardo Corazón de León, que ha organizado un torneo para mantener activos a sus hombres, derriba a varios contendientes y es desafiado por un caballero negro llamado el capitán Trueno. «Es el jefe de los cruzados españoles», dice alguien. Ricardo acepta el reto y se enfrentan con la lanza en ristre; el choque es brutal y ambos contendientes caen al suelo levantando una gran polvareda…
Devoré las diez páginas con el corazón acelerado. Aquellas viñetas reflejaban la lucha de hombres de honor, dispuestos a conquistar la fortaleza enemiga con un arrojo nunca visto en los tebeos que solía leer. La última ilustración mostraba al capitán Trueno a punto de ser destrozado de un hachazo por un agresivo sarraceno. Y debajo, la última palabra, la maldita palabra: «CONTINUARÁ».
Pocas veces había tenido una sensación tan fascinante.
Pocas veces había leído una historia tan vibrante.
Pocas veces había decidido seguir una colección con tanto entusiasmo.
Me levanté y me acerqué al mostrador.
―¿Te ha gustado? ―me preguntó Bruguera.
―Es de lo mejor que he leído en mi vida ―respondí inmediatamente―. La historia y los dibujos son impresionantes. ¡Parece que los personajes están vivos! Va a ser un éxito. Puedes estar seguro.
―A ver si es verdad y se alquila mucho. Al final, son los éxitos los que animan el negocio. Ojalá hubiese más.
―Pide más ejemplares, te los van a quitar de las manos.
Antonio sonrió. Se fiaba de mi criterio. Ya había vaticinado lo mismo en varias ocasiones y siempre había acertado… Mendoza Colt, Apache, Pantera Negra eran la prueba palpable de mi gran intuición de lector.
―Para agradecerte tu opinión, puedes coger un par de tebeos gratis ―dijo Bruguera, señalando los colgadores―. Elige los que quieras.
―Prefiero releer El capitán Trueno, si no te importa. Con eso me siento pagado.
Cuando me disponía a sentarme, un hombre de aspecto estirado, que lucía un fino bigote, gafas negras, con traje y sombrero entró en el local. Apenas lo vimos, todos tuvimos un mal presentimiento:
―¿Antonio Quesada? ―preguntó el recién llegado―. El Bruguera…
Antes de que pudiera contestar, dos policías de uniforme ya se habían introducido en el local.
―Sí, soy yo. ¿En que puedo servirle?
El hombre mostró una placa y dijo:
―Soy el inspector Morales. Hemos recibido una denuncia y tenemos que registrar el local.
―¿Una denuncia? Pero si aquí solo hay…
―Parece que en este local se distribuye material subversivo. Incluso pornografía…
Antonio se quedó lívido, incapaz de responder. Era una acusación grave. Demasiado grave para ignorarla. Yo me quedé quieto, sin decir palabra, dispuesto a no llamar la atención.
―¡Fuera todo el mundo! ―ordenó el inspector dirigiéndose a los que estábamos en el local―. ¡Fuera!
Se notó que Antonio sintió un temblor que le recorrió las piernas mientras veía como sus clientes salíamos del local. Contreras arrojó despectivamente el tebeo que había alquilado sobre el mostrador.
―¡Salga de ahí y deje el paso libre, señor Bruguera! ―le ordenó Morales―. ¡Cierren la puerta y procedan al registro!
Me disponía a salir cuando el inspector se fijó en mí:
―¿Qué llevas ahí? ―me preguntó agarrando el cuadernillo que aún permanecía en mis manos.
―Es un tebeo nuevo ―balbucí―. De aventuras medievales.
―¡Esto es ilegal! ―exclamó el hombre enfurecido―. ¡Ese símbolo que lleva en el pecho está prohibido! ¿De dónde has sacado esto?
―Se lo he prestado yo ―intervino Antonio―. Me lo ha traído la distribuidora. Tiene el depósito legal. Es de la editorial Bruguera.
―¡Me da igual de quién sea! ¡Es bazofia!
―Es de un capitán español que se llama Trueno, capitán Trueno ―alegué un poco nervioso―. No tiene nada de malo.
―Es nuevo, ha salido hoy y no he tenido tiempo de… ―empezó a defenderse Antonio.
―Los chavales no deben leer esto. Mucha violencia, mucha porquería… ―advirtió mientras lo arrojaba al suelo―. ¡Subversión!
Después de revolver algunos ejemplares, el inspector empujó un montón de tebeos que estaban apilados sobre el mostrador y los dejó caer al suelo, donde se desparramaron.
―¡Registrad este tugurio de arriba abajo! ―ordenó Morales a sus hombres―. ¡Deprisa!
Los dos agentes revisaron y revolvieron los ejemplares, poniéndolo todo patas arriba. Parecían disfrutar con su trabajo.
―A ver, chaval, tu nombre y tu dirección ―me pidió el inspector―. Vamos a informar a tus padres… Venga, no me hagas perder tiempo…
Me sentí aterrado. Si mis padres se enteraban de que la policía me había detenido, se me iba a caer el pelo. Mi padre me lo haría pagar caro.
―Me llamo Víctor Latienza… y vivo ahí detrás, cerca del cine, enfrente quiero decir…
―El chico no tiene la culpa de nada ―intervino Antonio―. Yo soy el responsable de lo que aquí se alquila. Soy el único causante…
Morales le miró con recelo, pero cedió:
―Está bien, chaval, por esta vez te libras, pero a la próxima no te irás de rositas… ¿Qué habéis encontrado? ―les preguntó a los agentes.
―Nada, inspector… Solo tebeos de mierda… Aquí no hay nada ilegal… Novelitas del Oeste, del espacio, policíacas… ¡Bah!
―Ya sé que no hay nada ilegal, pero hay mucha porquería… Mucha basura para influir sobre estos chicos… ―gruñó―. Venga, vámonos.
Los tres hombres salieron de El Aventurero con las manos vacías, dejando un rastro de caos y desorden tras ellos.
―¡Rece para que no tengamos que volver, Bruguera! ―le advirtió el inspector―. Esas novelas de tiros solo generan violencia… La próxima vez que recibamos una denuncia le precintamos el local. ¡Queda advertido!
No me moví hasta que los tres hombres subieron al coche que les esperaba en la puerta. Tardaron poco en desaparecer.
Entonces, me fijé en lo que había a mi alrededor y lo que vi me partió el corazón: Bruguera estaba lívido, con la mirada perdida, rodeado de ejemplares desordenados, tirados sobre el mostrador y esparcidos por el suelo.
―Toma, Víctor ―dijo recogiendo el ejemplar de El capitán Trueno―. Te lo regalo. Es para compensar el susto que te has llevado. Lo siento…
Agarré el tebeo y apenas pude susurrar un leve «Gracias» antes de salir de El Aventurero.
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