CAPÍTULO 4 – UN VIEJO RECUERDO
Orlando y sus amigos observaron la larga fila de aquellos refugiados que se arrastraban sobre la sábana blanca. Parecían agotados y sin fuerzas. Les costaba moverse y cada paso era un suplicio. El frío, la nieve y la enfermedad se habían cebado en ellos.
―Espero que puedan encontrar un lugar que les cobije y les dé la paz que se merecen ―dijo Katania―. Y que lo encuentren pronto.
Silenciosos como la noche, los caminantes seguían su marcha. Lentos como caracoles y encorvados como el junco ante el viento, se dirigían hacia lo desconocido. Apenas quedaban unos pocos por pasar, cuando una voz llamó la atención de Orlando:
―¿Ojos? ¿Ojos de dragón?
Orlando sintió aquellas palabras como un latigazo. Hacía tiempo que nadie le llamaba de esta manera. Buscó con la mirada al autor de aquella maldita expresión y se encontró con algo inesperado.
―¿Eres tú, Narciso? ―preguntó a su vez.
―Puedes apostar a que sí soy yo ―replicó la figura que abandonaba la fila y se dirigía hacia él―. ¿Te acuerdas de mí?
Orlando trató de ordenar sus ideas. Era, efectivamente, uno de sus compañeros del orfanato. Era Narciso, uno que le había hecho la vida imposible durante mucho tiempo.
―¿Qué haces aquí? ―acertó a preguntarle.
―Me he unido a esta caravana con la esperanza de escapar de la epidemia. Era la única solución que me quedaba.
―¿Te fuiste del orfanato?
―Me escapé el mismo día que tú. La fortuna me permitió eludir a los soldados que nos persiguieron. ¿Y tú?
―He deambulado por lugares inimaginables y he sufrido lo indecible.
Su amigo le observó con atención:
―¿Qué te pasa? Antes no eras así. Es como si hubieras empeorado… No sé, pero pareces más…
―Me estoy convirtiendo en un dragón ―confesó Orlando con voz temblorosa.
―Por todos los diablos del mundo. ¿A qué se debe esta barbaridad?
Iba a responder cuando Westaker se acercó, bastante enfadado.
―Narciso, ya sabes que está prohibido abandonar la fila.
―He encontrado a un amigo de la infancia. De hecho, he crecido con él.
―Eso me da lo mismo. No sabemos si está infectado y pones en peligro a los miembros de la caravana. ¡Has cometido un error!
Dos hombres, con los arcos tensados y con flechas dispuestas, se acercaron a Westaker.
―No podemos correr el riesgo que nos contagies. Estás fuera de la caravana ―le advirtió Westaker.
Narciso se dio cuenta de que la cosa iba en serio y de que sus próximos movimientos podían costarle caro.
―No estamos contaminados ―intervino Katania―. Llevamos demasiado tiempo alejados de la civilización.
―Como ya hemos dicho, ninguno de nosotros está enfermo ―añadió Orlando―. No es necesario que le apartéis de vuestro grupo.
Westaker dudó unos instantes. Miró a los arqueros y dijo:
―Nadie sabe que está contaminado hasta que aparecen los síntomas. Prefiero no correr riesgos. ¡No se te ocurra acercarte a nosotros, Narciso! ¡Abandona la caravana!
Los arcos crujieron cuando se tensaron un poco más.
Narciso levantó los brazos en señal de rendición.
―Está bien, está bien, no me arrimaré a vosotros. Iré solo.
Westaker y los dos arqueros no le perdieron de vista hasta que el último miembro de la caravana hubo pasado. Luego, caminando de espaldas, se unieron a su grupo y se alejaron silenciosamente.
―¿Qué vas a hacer ahora? ―le preguntó Orlando―. No es una buena idea ir solo por estos lares.
Narciso alzó los hombros.
―Buscaré otra caravana. Hay muchas por ahí. La peste está haciendo estragos y todo el mundo huye.
Katania se acercó y dijo:
―Puedes venir con nosotros, si quieres.
―¿Y si estoy contaminado?
―Correremos el riesgo. Si eres amigos de Orlando, eres amigo nuestro. Pero no tienes aspecto de estar enfermo.
―Me parece bien ―aprobó Orlando-. Ahora, alejémonos de aquí. Este lugar está maldito.
―¿Vamos a dejar a esa mujer y a su hijo ahí? ¿No los vamos a enterrar? -comentó Johanus-. Los lobos se los comerán.
―Ni se os ocurra acercaros a ellos. Os contagiarán –advirtió Narciso-. La peste es muy contagiosa.
Katania y los demás se quedaron desconcertados. De ninguna manera podían dejar a los dos cadáveres a merced de los carroñeros.
―Yo puedo solucionar el problema ―dijo Mastodonte―. Ahora veréis.
Apretó los puños, alargó los brazos y se acercó a un gran árbol. Lo abrazó y, usando toda su fuerza, lo arrancó de la tierra. Después, lo arrojó sobre los cuerpos de la madre y su hijo de forma que el ramaje los cubrió. Para terminar su obra, agitó dos pinos y logró que la nieve los tapara por completo.
―Ningún animal los tocará ―sentenció―. Ya podemos irnos.
Nadie dijo una sola palabra. Mastodonte había resuelto un problema en pocos minutos y ahora podían continuar.
―Sigamos nuestro plan ―propuso Halcón, al ver que dudaban sobre la ruta a seguir―. Salgamos de este sitio. He visto pasar a algunos dragones a lo lejos, en la misma dirección que los otros. Estamos en el buen camino.
Caminaron sin descanso durante mucho tiempo, hasta que, a la caída de la noche, decidieron acampar. Encendieron una fogata y prepararon algo para cenar.
―¿Qué has hecho durante todo este tiempo, Ojos? ―preguntó Narciso.
―Llámame Orlando, amigo.
―De acuerdo, Orlando, cuéntame…
―Pues, después de escapar del orfanato, tuve la gran fortuna de encontrarme con este caballero, que se llama Johanus, que me acogió como escudero. Y a partir de ahí, no he parado de correr aventuras.
―Los caballeros tenemos la virtud de encontrar problemas, incluso donde no los hay ―dijo Johanus―. Es nuestro destino.
―Me ha pasado de todo, pero lo peor, es que una hechicera me desveló que me estaba convirtiendo en un dragón. Desde entonces, estoy a la búsqueda de un remedio que deshaga ese hechizo. ¿Y tú?
―Como te he dicho, logré zafarme de los soldados. Luego, caí en manos de unos tratantes de esclavos, de los que también logré huir. En fin, para no aburrirte mucho, te diré que hace unos días me uní a este grupo de personas que huyen de la epidemia que asola una buena parte de los reinos que conocemos. No tengo rumbo fijo, no sé adónde voy ni qué hacer con mi vida. Un huérfano no tiene futuro en este mundo cruel. A veces, pienso que debería volver al orfanato. Al menos, allí, tenía techo y comida caliente.
Katania y los demás le escucharon con atención. Cada uno tenía su propia historia, pero les pareció muy triste que pensara en volver al orfanato de Gorman.
―Yo he tratado de olvidar ese maldito lugar en el que crecí ―alegó Orlando―. Ese condenado Gorman me ha perseguido como un perro de presa. Me odia a muerte y quiere vengarse de mí.
―Un segundo... ahora recuerdo que lo último que supe de ti es que el rey Avérnico ha puesto precio a tu cabeza ―dijo Narciso―. Un precio alto.
―Si estás pensando en cobrar esa recompensa, te advierto que no te será fácil y podría costarte la vida ―le advirtió Johanus―. Orlando es nuestro amigo y no permitiremos que le hagas daño.
―No tengo ninguna intención de hacerlo ―dijo Narciso―. Creo que volveré al orfanato, donde pasaré el resto de mi vida. Es lo mejor que puedo hacer. Ahí crecí y ahí terminaré. Si no lo he hecho todavía es porque es un viaje peligroso.
Orlando escuchó aquellas palabras con atención. Si Narciso conocía el camino, sería una gran ayuda para ellos.
―¿Serías capaz de llevarnos al orfanato? ―le preguntó a Narciso.
―¿Quieres volver a ese infierno?
―Respóndeme.
―Claro que sí. No me sería muy difícil encontrar el camino. Pero hay muchos peligros.
―Puedes contar con nuestra protección ―prometió Johanus―. Nuestras espadas te protegerán.
―¿Lo harás? ―insistió Orlando.
Narciso tardó uno poco en responder.
―De acuerdo, os llevaré a cambio de protección. Prefiero unirme a vosotros que andar por ahí, perdido y desprotegido.
Orlando y Narciso se estrecharon las manos para sellar el acuerdo.