EL EJÉRCITO NEGRO
CAPÍTULO 1

I

ARQUIMAES, EL SABIO DE LOS SABIOS

La primera página de la leyenda de Arturo Adragón, el valiente caballero que lideró un ejército increíble y fundó un mítico reino de justicia, libre de guerras, tiranía y brujería, se escribió una noche, cuando veinte soldados a caballo invadieron la calle principal de la aldea de Drácamont.

 Envueltos en gruesas capas de paño, armados hasta los dientes, pertrechados con cota de malla, yelmos y escudos, estos jinetes venían para cumplir una misión que solo podía realizarse al amparo de la oscuridad, que es cuando se llevan a cabo las mayores infamias.

 Las calles fangosas y encharcadas estaban solitarias. Los perros que se cruzaron en su camino huyeron en silencio, como presintiendo el peligro. Las ratas, para no toparse con ellos, optaron por abandonar los restos de comida podrida y se refigiaron en sus oscuros agujeros. El olor a muerte les acompañaba.

 Los soldados sabían que, a pesar de su sigilo, los habitantes del insignificante pueblo de Drácamont los espiaban a través de las puertas y ventanas entreabiertas, pero estaban tan seguros de su poder que no les preocupaba.

 Haber llegado hasta aquí sin ser detectados por los hombres del rey Benicius, en cuyas tierras habían penetrado clandestinamente, había sido la parte más difícil del trabajo. Eran conscientes de que sus vidas corrían peligro, pero la paga y los juramentos de fidelidad incluían este tipo de riesgos.

 Por su parte, los humildes campesinos de Drácamont prefirieron ignorar su presencia. Habían aprendido que era mejor no enfrentarse con ellos. Por eso pidieron al cielo que, en esta oscura y sucia noche, que no presagiaba nada bueno, volvieran a salir lo antes posible de la comarca.

 -Dentro de poco volveremos a casa -les informó el capitán Cromell-. Si todo sale bien habrá una buena recompensa para todos.

 Mientras, en las afueras de la aldea, cerca del cementerio, en el interior de un viejo torreón, había una gran actividad. 

 A  salvo de miradas indiscretas, y con las ventanas cerradas para evitar que la luz de las velas llamara la atención, los ayudantes de Arquimaes, el alquimista, trabajaban frenéticamente.

 Arturo, el joven discípulo, vertió un líquido negro y viscoso, que parecía tener vida propia, dentro de un pequeño frasco de cristal, en el que su maestro sumergió la pluma de acero; la impregnó  de tinta y comenzó a escribir sobre el curtido pergamino amarillento que se extendía ante él.

 Con pulso firme y delicado, Arquimaes dibujó unas preciosas letras que distribuyó en líneas rectas y formó un conjunto armonioso, ordenado y lleno de misterio. Un texto encriptado que ningún mortal podía descifrar, ya que estaba escrito en un lenguaje secreto inventado por el propio Arquimaes, como solían hacer todos los alquimistas cuando querían proteger sus inventos.

De repente, el silencio se rompió y la noche se llenó de ruidos alarmantes: el aleteo de varios pájaros que levantaron el vuelo apresuradamente, cascos de caballos que golpeaban el suelo empedrado, gritos que ordenan y dirigen a los soldados...

     A partir de ese momento, el caos se apoderó de la oscuridad y, antes de que los habitantes del torreón tuvieran  tiempo de reaccionar, el inquietante ruido de armaduras, espadas y escudos chocando entre sí violentamente, les hizo comprender que el peligro se abatía sobre ellos. El sonido del acero siempre era peligroso.

     Arquimaes dejó de escribir cuando la puerta de su gabinete se abrió de golpe, y una ola de aire gélido penetró, acompañada de varios soldados que lanzaban gruñidos mientras empujaban y aprisionaban a los ayudantes.

 -¡Que nadie se mueva! -rugió el capitán Cromell, con la espada en alto y el rostro enfurecido-. ¡Cumplimos órdenes del conde Eric Morfidio!

El impulsivo Arturo intentó impedir la entrada de los soldados, sin tener en cuenta de que su corta edad no iba a suponer ningún obstáculo para aquellos aguerridos guerreros, habituados a pelear contra todos los que se enfrentaran a ellos, tuvieran la edad que fuese.

 -¿Qué hacéis? -gritó dando un paso hacia los intrusos, enfrentándose al capitán, que ya le miraba con rabia-. ¡No podéis entrar aquí! ¡Este lugar es sagrado! ¡Es el laboratorio de Arquimaes! ¡Está bajo la protección del rey Arco de Benicius y estamos en sus dominios!

La espada de un soldado se alzó, dispuesta a golpear, pero una poderosa voz se lo impidió en el último momento:

-¡Quieto, soldado! ¡No hemos venido a aquí a matar a nadie! A menos que haga falta...

El conde Morfidio, que acababa de entrar, salvó la vida del muchacho con su oportuna orden. El robusto noble de pelo alborotado y espesa barba gris se dirigió lentamente hacia Arquimaes, que observaba la escena en silencio, mientras los hombres armados se mantenían en estado de alerta, dispuestos a abalanzarse sobre el primero que se atreviera a moverse.

-Alquimista, es mejor que tus hombres no opongan resistencia -le advirtió en tono amenazador-. Ya sabes que no tengo mucha paciencia.

-¿Qué quieres, conde? -inquirió el sabio, usando un tono de rebeldía que inquietó a los presentes-. ¿Qué manera es esta de entrar en casa de un hombre de paz? ¿Acaso te dedicas ahora a atacar a gente de paz?

-Sabemos que haces magia. Hemos recibido denuncias contra ti y tus ayudantes. Si la acusación se confirma, morirás en la hoguera.

-¿Magia? Aquí la única magia que hacemos es crear medicinas para curar a los enfermos -respondió sarcásticamente Arquimaes.

-Me han llegado rumores de que has hecho un descubrimiento importante. Vendrás conmigo a mi castillo y permanecerás bajo mi tutela.

-Estoy amparado por Arco de Benicius -respondió Arquimaes-. ¡No iré a ningún sitio!

-Sabes que tarde o temprano confesarás tu delito. Esa fórmula secreta que tan bien ocultas es una traición -sentenció Morfidio.

-No he hecho ningún descubrimiento que atente contra las leyes de la ciencia...

-Eso lo decidiré yo, alquimista maléfico. No permitiré que tu invento caiga en manos inadecuadas -insistió Morfidio, mientras observaba atentamente el tintero que Arquimaes acababa de utilizar-. Tratas de conspirar contra mí y contra tu señor, el rey Benicius...

-¡Yo no conspiro contra nadie!

-... y una vez que te encuentres bajo mi tutela me explicarás todos los detalles... Veo que la pluma está manchada de tinta fresca -dijo. cogiéndola con la mano y agitándola, dejando caer algunas gotas al suelo-. ¿Qué estabas escribiendo?

-Aunque te lo dijera, no te serviría de nada -argumentó Arquimaes, en un inútil intento de hacerle desistir-. No existe ningún descubrimiento maléfico no demoníaco... Yo no soy un brujo ni un hechicero... ¡Soy un alquimista!

-¡Mi señor no te entregará ninguna fórmula! -rugió Arturo, rojo de indignación.

Cromell lanzó un potente puñetazo en el estómago  de Arturo que le hizo caer de rodillas, impidiéndole terminar su frase. Morfidio, seguro de sí mismo, se acercó al sabio y, después de dar una patada a una silla, le dijo en voz baja, como susurrando:

-No me provoques, traidor. Si insistes en desafiarme, verás cómo todos tus criados, incluyendo este joven impetuoso, caen degollados a tus pies.

 Arquimaes leyó en los ojos del salvaje conde y comprendió que solo buscaba una excusa para llevar a cabo su amenaza. Todo el mundo sabía que Morfidio era tan sanguinario como una de esas bestias que salían de noche a buscar carne humana y que cualquier ocasión era buena para saciar su apetito.

-¡Preferimos morir antes que doblegarnos a tu petición! -gritó Arturo desde el suelo-. ¡Defenderé a Arquimaes con mi propia vida, si es necesario!

-Eso se puede arreglar en seguida, muchacho -aseguró Morfidio. sujetando con fuerza a Arturo, que aún tenía dificultades para respirar-. ¡Abre los ojos, Arquimaes, y verás que no estoy jugando!

Desenvainó su daga y de un rápido movimiento la clavó en el estómago de Arturo, con la misma frialdad que si estuviera trinchando un pedazo de carne en un banquete.

Arquimaes miró horrorizado cómo el cuerpo de su ayudante caía al suelo, haciendo un ruido contundente.

-¡Esto te demostrará que hablo en serio! -añadió el conde, señalándole con la punta de la daga ensangrentada-. Ahora, si puedes, sálvale la vida con tus medicinas y piensa en la ventaja de contarme tu secreto. ¡Tú serás el próximo!

-¡Eres una alimaña, conde Morfidio! -respondió Arquimaes, según abrazaba a Arturo y taponaba la grave herida, que sangraba abundantemente-. ¡Desde aquí invoco a las fuerzas del bien para que se enfrenten a tu maldad! ¡Que ellas te den tu merecido!

El conde invasor dibujó una sonrisa para dejar claro que las maldiciones no le asustaban. Él era un hombre de acción y siempre conseguía lo que deseaba.

-¡En nombre de mi autoridad, todo esto queda requisado! -ordenó-. ¡Soldados, coged todas las pertenencias de este hombre y llevadlas a la fortaleza!

-¡No toquéis nada! -gruñó Arquimaes, presa de la indignación-. ¡Que la peor de las maldiciones caiga sobre aquel que se atreva a desplazar un solo objeto!

Los soldados se quedaron quietos, temerosos de que la amenaza de Arquimaes se cumpliera. Entonces, Eric Morfidio dio un paso hacia delante, y después de golpear varios objetos con su espada, colocó la afilada punta sobre la garganta del alquimista y presionó hasta el límite en que el acero podía perforar la piel.

-Insisto en que vengas de buen grado a mi castillo. A menos que prefieras unirte a tu criado.

Los soldados, al ver el arrojo de su señor, decidieron obedecer la orden y obligaron a los criados a colocar todas las pertenencias dentro de los carros.

En poco tiempo, el laboratorio estaba casi vacío y todos los libros y pergaminos que el alquimista había ido rellenando pacientemente a lo largo de varios meses quedaron en poder del conde. Las fórmulas de medicamentos acababan de pasar a manos ambiciosas.

Por primera vez, el alquimista temió que Morfidio pudiera hacerse con la fórmula secreta y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Solo de pensar que tal cosa pudiera ocurrir le estremecía.

-¡Matad a esos hombres! ¡No quiero testigos! -rugió Morfidio, mientras atravesaba el cuerpo de un criado con su larga espada-. ¡Y arrojad sus cuerpos al río!

Los soldados se lanzaron sobre los otros dos ayudantes, que ni siquiera opusieron resistencia, los ensartaron con sus afiladas armas y acabaron con sus vidas en pocos segundos. Aterrorizado, el sirviente más anciano intentó escapar escaleras abajo, hacia el exterior, pero Cromell salió en su persecución, dando gritos y lanzando amenazas. Volvió unos segundos después, con la hoja de la espada manchada de sangre.

-Llevaba esto entre las ropas -explicó a su señor-. Es un pergamino.

Morfidio desplegó el documento y lo examinó con atención.

 -¡Vaya, ahora tenemos otra prueba a nuestro favor!

Cuatro soldados obligaron al sabio y a su malherido ayudante a subir a un carro. Los trataron con dureza, olvidando que era un hombre de paz, afligido por la violenta situación que acababa de sufrir y un joven malherido que había puesto su vida en peligro por ayudar a su maestro.

Los guerreros eran dignos servidores de un amo salvaje y cruel que no se detenía ante ningún obstáculo para conseguir sus deseos. Las ratas y los perros hicieron bien en apartarse de su camino.

-¡Volvamos al castillo. Es de noche y estas tierras son peligrosas en la oscuridad! -ordenó Morfidio, prestando atención a los aullidos salvajes que llefaban a sus oídos desde las tinieblas-. Aquí ya no tenemos nada que hacer... ¡Quemad este lugar! ¡No quiero que quede ni rastro de este infecto santuario de brujería!

Arquimaes observó cómo varios hombres, dirigidos por el capitán Cromell, prendían fuego al laboratorio que tanto esfuerzo le había costado levantar. Vio cómo todo su trabajo era pasto de las llamas y se convertía en humo ante sus ojos. La indignación por el asalto y la matanza que acababan de sufrir le sumió en el más absoluto silencio, mientras la desesperación y la rabia crecían en su interior.

El sabio abrazó a Arturo y presionó sobre su herida con fuerza, pero no pudo evitar que unas lágrimas se asomaran en sus ojos cuando los soldados arrojaron los cuerpos de sus ayudantes al río.

Después, la caravana se puso en marcha hacia el castillo de Morfidio, dejando tras de sí una columna de humo que se elevaba hasta el cielo y se confundía con las nubes que lo encapotaban.

Ninguna ventana de las cercanas casas se había abierto, nadie había salido a la calle en su auxilio y el pueblo se encontraba inmerso en la más absoluta oscuridad, como si estuviese de luto. Nadie se atrevió a plantar cara al conde Morfidio para defender al alquimista que, en más de una ocasión, había salvado la vida de muchos enfermos o heridos.

Mientras la caravana se alejaba, un hombre de pequeña estatura, ojos saltones y grandes orejas, que había permanecido oculto entre la espesura del bosque cercano y que había observado atentamente la escena, montó en su caballo y se dirigió hacia el castillo del rey Benicius.

El conde Morfidio no imaginaba que su infamia iba a desencadenar una serie de terribles sucesos que cambiarían la historia y crearían una extraordinaria leyenda.