CAPÍTULO 2
2. Héroes sonrientes
Esa noche, mientras cenaba en mi casa con mis padres, la radio Marconi emitía un episodio del humorista Pepe Iglesias, el Zorro, yo no dejaba de pensar en lo que había ocurrido en El Aventurero. Por muchas vueltas que le daba, no lo comprendía. ¿A qué había venido semejante atropello? Ahí no se hacía nada ilegal, ni subversivo; ahí solo se leían inocentes novelas y tebeos de aventuras.
―¿Qué te pasa, Víctor? ―me preguntó mi madre―. Te veo distraído.
―Pensaba en lo que voy a hacer este verano, madre. Quiero aprovechar el tiempo y hacer algo útil.
―Yo he pensado que podrías trabajar ―intervino mi padre―. No estaría de más que trajeras unos duros a casa.
Seguí cenando, fingiendo que prestaba atención al Zorro: «… El finado Fernández iba una noche…», buscando la manera de no responderle.
―Me ha dicho Elorrieta que si quieres, puedes trabajar en su bar…
―Y ¿qué sé yo de bares, padre?
―Para eso no hay que saber nada. Despachas lo que te pidan y listo. Ganarías unas pesetas que nos vendrían bien. Ser camarero no es ninguna deshonra, digo yo.
Mi madre carraspeó un poco, como pidiendo permiso para intervenir. Sabía muy bien que no era buena idea contradecirle:
―Horacio, no sé si es bueno que el chico trabaje en un bar ―alegó―. No es el mejor sitio para un muchacho. Es demasiado joven para eso.
―Y ¿qué tiene de malo? ¡Yo también trabajo en un bar!
―No es lo mismo. Él solo tiene quince años.
―A esa edad empecé yo a trabajar. Tiene que espabilar. Son tiempos duros. No quiero criar a un hijo blando. Víctor tiene que afrontar las cargas de la vida lo antes posible.
―Es que yo quiero ser dibujante ―dije, sorprendiéndome a sí mismo por la espontánea declaración.
―Eso no es una profesión… ¡Dibujante! Y ¿qué quieres dibujar tú? ¿Retratos?
―Tebeos. Quiero dibujar tebeos, padre.
Casi se atragantó.
―¿Qué? ¿Dibujante de tebeos? ―masculló, mirando acusadoramente a mi madre ―. ¿Lo ves, Remedios? Eso es lo que pasa por dejarle perder el tiempo en bobadas. ¡Dibujante de tebeos! ¡Lo que hay que ver!
―Algunos se han hecho ricos haciendo viñetas ―me defendí―. Si tienes éxito, puedes ganar mucho dinero. En América, los dibujantes son ricos… Hal Foster, Álex Raymond…
―No estamos en América.
―Lo sé, padre, pero me da igual…
Me encerré en mí mismo y preferí no seguir la discusión…. «Soy Pepe Iglesias, el Zorro, Zorro, Zorrito…». Después, sacó su cajetilla de Ideales, encendió un pitillo y se quedó mirando su vaso de vino.
―¿Para eso he perdido yo una guerra, para tener un hijo que quiere dibujar tebeos? ―dijo en voz baja.
Cogió el vaso, agarró una silla, salió de la casa y se sentó afuera, en la acera, tratando de digerir mis palabras y mi actitud de rebeldía.
Entonces, ayudé a mi madre a recoger la mesa.
―Menudo disgusto se acaba de llevar tu padre ―dijo ella―. Va a estar una semana sin dirigirnos la palabra.
―Lo siento mucho, madre. No quería disgustarle, pero tenía que decirle lo que pienso.
Me miró con comprensión. Mi padre no era hombre al que se le pudieran decir cosas que no le gustaban.
―Supongo que tienes razón, hijo…, pero esto ha sido muy fuerte para él. No se esperaba una cosa así. Además, es muy difícil que te contraten algún día como dibujante… No conocemos a nadie en ninguna editorial.
Tardé un poco en responder.
―Quiero apuntarme en una escuela de dibujo ―dije al cabo de un rato―. Para ser un buen profesional necesito aprender a dibujar bien. Dar clases me ayudará mucho.
―¿Estás seguro de lo que dices? ¿Crees que tu padre lo llevará bien? Él cuenta con que vas a buscarte un trabajo serio. Ya tienes edad para ganarte la vida. Y él ya está un poco cansado…
―Voy a prepararme para ser dibujante de tebeos ―afirmé muy contundente―. Es lo único que me interesa. No trabajaré en ningún bar.
―Anda, sal de aquí y déjame hacer… Vete a dormir, que es tarde.
A través de la ventana, vi que mi padre estaba de cháchara con el Gordo, el sereno del barrio, que iba a empezar su servicio nocturno. No sabía qué había entre ellos, pero parecía que siempre tenían algo de qué hablar. «Seguro que hablan de la guerra», pensé antes de irme a la cama.
Abrí el cajón de su mesilla y saqué el tebeo del capitán Trueno que Antonio me había regalado horas antes.
La portada me tenía hipnotizado. Estudié la figura aguerrida del protagonista y me fijé en los detalles… Por primera vez me interesé en los trazos de pincel… y en la firma del dibujante… ¡Ambrós!
También descubrí una frase en la portada, en la parte de abajo: «¡Había que tomar la fortaleza a toda costa!». Una frase que subrayaba la magnífica ilustración en la que el capitán Trueno, montado en su caballo, desarmaba con su espada a un soldado enemigo mientras, a su lado, sus dos amigos, Crispín y Goliath aporreaban las cabezas de los sarracenos… Me di cuenta de un detalle que hasta ahora me había pasado desapercibido: los tres amigos sonreían, daba la impresión de que se divertían peleando, lo que ayudaba a que resultaran simpáticos a los lectores. «Tengo mucho que aprender ―pensé―, no todo es dibujar, también hay que dar vida a los personajes».
Después de repasar las páginas una y otra vez, lo dejé en el suelo, cerré los ojos y apagué la lámpara. Ya era muy tarde y el silencio y el calor eran abrumadores. Todo el mundo dormía. Todo el mundo menos el Gordo, que de vez en cuando rompía el silencio de la noche con sus gritos: «¡Sereno!».
Por fin, caí rendido por el sueño.