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El día 15 de junio de 2150, el joven Erik Bíterman, de dieciséis años, estaba ante la tumba de su madre para rendirle su homenaje anual. Le acompañaban su padre y su hermano mayor. Como siempre, los nervios le dominaban y su mirada divagaba entre los magnecópteros que sobrevolaban Digicity y los anuncios flotantes que pasaban cerca, en busca de atención.
Erik tenía facilidad para distraerse, así que se dio cuenta tarde de que su padre ya había dado la orden a la lápida–pantalla para que emitiese imágenes de los momentos más relevantes de la vida de Karen: su infancia, la universidad, la boda, la vida profesional y sus últimas escenas con los dos bebés…
Los recuerdos que tenía de ella eran muy vagos y se reducían a unas pocas caricias, algunas palabras cariñosas y poco más; su madre había muerto accidentalmente cuando él acababa de cumplir dos años y apenas la recordaba. Como herencia, le había dejado un ojo de cada color: gris el derecho y verde el izquierdo. Algo que le hacía sentir raro y diferente, y le sacaba de quicio. Hubiera dado cualquier cosa por ser igual que los demás. Incluso Miriam, su novia, torcía ligeramente el gesto o sonreía cada vez que le miraba de frente. Más de una vez le había propuesto operarse. “Es una operación sencilla –le decía–. Debes normalizarte, Erik”. Pero, de alguna manera, él se negaba a perder su mejor seña de identidad. Los lectores oculares se volvían locos cada vez que pasaba un control, y eso le gustaba. Era una forma de rebeldía que mantenía en secreto.
Su padre le rozó el hombro y le miró con sus penetrantes ojos verdes mientras señalaba la inscripción grabada en la lápida:
Karen_Bíterman.D.BW.15.06.2100
2100–2136
Descansa en paz
Tu marido y tus hijos nunca te olvidarán.
Aunque el Estado Digital facilitaba la Desintegración Humana, Jack Bíterman se había negado siempre. Insistía en que mientras sus restos permanecieran en la tumba, nunca la olvidarían. Y Erik estaba de acuerdo. La sola idea de destruirla le ponía malo. Nunca haría eso con su madre. Pensaba que era la anulación total de un ser humano y no estaba dispuesto a consentirlo.
Cada año, Mark, su hermano mayor, trataba de persuadirlos e intentaba convencerlos de que deberían hacerlo, pero Jack y Erik volvían a negarse, y eso que mantenerla les costaba más de cien mil binares anuales, el equivalente a diez renovaciones de un Dominio Personal.
–Erik, hijo, por favor, coloca las flores sobre la tumba –le pidió Jack–. Con cuidado, que no ocurra lo del año pasado.
–Sí, papá, descuida –dijo, inclinándose, obediente–. Lo haré bien.
–Pon atención en lo que haces –añadió Mark–. Ya tienes edad para hacer las cosas bien. Intenta que no se te caigan.
–Lo del año pasado fue un accidente –se justificó.
–Los accidentes no existen, Erik –masculló Mark–. Lo sabes muy bien.
Todos sabían que Mark era un tipo duro al que no se le caían las cosas, ni se le rompían, ni se le perdían. Mark tenía veinte años y era casi perfecto, salvo por esas oscuras costras de la mano derecha que evidenciaban una grave quemadura. A su lado, Erik era un verdadero ejemplo de torpeza. Esa diferencia existía desde siempre, pero, con el paso del tiempo, se había acentuado. Y Mark no dejaba de agrandarla. Era como si quisiera que nadie olvidara que Erik era un desastre.
El muchacho depositó con delicadeza el ramo dentro del recipiente que coronaba la lápida digital. Las flores no se cayeron. Su madre se merecía lo mejor y él quería demostrarle todo su respeto. Entonces, la lápida dejó de reproducir imágenes planas y la imagen holográfica de Karen se proyectó automáticamente ante ellos para cobrar vida ante sus ojos. Costaba mucho diferenciar un icono luminoso de un objeto verdadero. La nueva versión, la Holographic_10.0, era mucho mejor que las anteriores. Parecía real.
–Salúdala, Erik –le rogó su padre.
Erik miró a Karen en silencio durante unos segundos. Ahí estaba, sonriendo, como si estuviese viva. La verdad es que hubiera hecho cualquier cosa para que la imagen lumínica se convirtiera en un ser auténtico y le envolviera en sus brazos. Nunca había hablado con nadie de las veces que había soñado con recibir un beso y un abrazo de su madre. Era su gran secreto.
–Madre, aquí nos tienes otra vez, ante ti –dijo, repitiendo lo que Jack le había enseñado desde que era pequeño y que había ido grabando en su memoria–. Hemos vuelto para decirte que te queremos y que eres lo mejor que hay en nuestro corazón. Nunca te olvidaremos. Pase lo que pase.
Después de un breve y profundo silencio que reflejaba sus sentimientos más íntimos, ella les lanzó un beso. El mismo beso de siempre. El mismo beso repetido durante años. Les miraba directamente a los ojos y ellos disfrutaban con esa impresión. La imagen holográfica les hacía creer lo que deseaban creer. Les hacía sentirse queridos.
–Madre, yo también pienso mucho en ti –intervino Mark–. Desde que he ingresado en la Academia de Policía soy más feliz. Ojalá estuvieras aquí para verme. Te juro que haré todo lo que pueda para que te sientas orgullosa de mí. Voy a alistarme en la Policía Digital y te dedicaré todos mis esfuerzos. Seré un policía justo y ejemplar.
–Querida Karen, ya ves que seguimos unidos ante tu tumba –continuó el padre–. Somos fieles a nuestros principios y honramos tu memoria. Eres la guía de nuestras vidas y no pasa un solo día sin que nos acordemos de ti. Te queremos, Karen.
Una pequeña brisa que auguró tormenta cobró vida y agitó las hojas de los árboles. El tiempo había empeorado en pocos segundos. Ahora, el ambiente era grisáceo, silencioso y amenazador... No había nadie a la vista e incluso los anuncios voladores se estaban alejando.
Instintivamente, Erik se alertó. Alzó la cabeza y su fino cabello cobrizo se agitó con el viento. Buscó con la mirada, pero no encontró nada que le tranquilizara, al contrario, la presencia de un inminente peligro cobró forma en su sistema nervioso e hizo que sus músculos se tensaran, presintiendo que algo grave estaba a punto de ocurrir.
De repente, un rugido llamó la atención de los Bíterman. Tres vehículos voladores se detuvieron en seco, a pocos metros y a escasos centímetros del suelo. ¡Eran coches policiales! ¡Policía Digital! ¡La Policía del Estado!
Las puertas laterales se abrieron y algunos hombres saltaron al suelo. Sin pérdida de tiempo, les rodearon y les apuntaron con sus armas.
–¡Levanten las manos! –gritó uno de ellos, usando un amplificador de voz–. ¡Soy el superintendente Frederik Douglas, de Policía Digital! ¡No se muevan!
Los tres se quedaron sorprendidos. ¿Por qué les increpaban de esta manera?
–¡Por última vez, les ordeno que levanten las manos! –insistió Douglas–. ¡Ahora!
Algunas figuras oscuras que habían permanecido ocultas surgieron de detrás de los árboles. Eran policías provistos con trajes de protección antibalas, cascos, gafas, cámaras de vídeo, antenas y todo lo necesario para ser eficaces. Dos robots–policías flotaban sobre ellos, atentos a todo.
–¡Soy el profesor Bíterman, de la Universidad Einstein de Digicity, y estos son mis hijos! ¡No somos delincuentes!
–¡Déme su dominio completo!
–¡Jack_Bíterman.D.BW.1.1.2100!
Una imagen holográfica se proyectó en el aire. ¡Era su ficha personal! ¡Su foto, su dominio y otros datos estaban ahí, junto a una enorme franja roja parpadeante!: “ORDEN DE DETENCIÓN”
–¡Es usted la persona que buscamos! –gritó Douglas–. ¡Tengo una orden de arresto! ¡Va a acompañarnos a Torre Uno, profesor Bíterman!
Mark, indignado, dio un paso adelante y se dirigió hacia el coche, con los brazos en alto.
–¡Soy Mark_Bíterman.D.BW.20.05.2130! –respondió con rabia–. ¡Tiene que haber un error! ¡Somos digitales!
Los policías se iban acercando mientras les apuntan con sus fusiles de descargas eléctricas. Los Bíterman no estaban dispuestos a dejarse avasallar y mantenían una actitud retadora. Formaban una piña.
–¡No dejaremos que le traten como a un delincuente! –gritó Erik, lleno de indignación, cerca de la imagen de Karen–. ¡Están profanando un lugar sagrado! ¡Esta es la tumba de mi madre! ¡Retírense!
–¡Última advertencia!
Dos agentes que tenían la cara cubierta agarraron a Jack para atarle con unas esposas de halo de luz azul.
Erik estaba tan enfurecido que gritaba como un energúmeno. La rabia le dominaba y no era capaz de contenerse. Nunca había soportado las injusticias.
–¡Apártense de mi padre! –chilló hasta romperse la voz–. ¡Déjenle! ¡Es inocente!
El agente–robot más cercano, que flotaba en una levitadora, avanzó hacia él e hizo ademán de apretar el gatillo. Erik estaba convencido de que no se atrevería a dispararle.
–¡No! –gritó su padre, intentando taparle con su cuerpo, dándose cuenta del peligro–. ¡No lo haga!
Demasiado tarde. El agente–robot había disparado un segundo antes de que Jack le protegiera. La descarga eléctrica impactó de lleno en el pecho de Erik, paralizándolo. La electricidad recorrió todo su cuerpo. Se convulsionó, no podía hablar, no podía moverse y sintió unas terribles ganas de vomitar. Le dolía todo. Estaba fuera de juego.
Después de tambalearse, perdió el equilibrio y, mientras su cabeza daba vueltas y escuchaba varios chasquidos y crujidos de cristales, se dio cuenta de que había caído de lleno sobre la lápida digital de su madre. Había vuelto a tirar las flores al suelo, igual que el año pasado. ¡Otro accidente!
Le pareció que alguien se arrodillaba a su lado mientras la oscuridad le envolvía y apagaba su consciencia. Escuchó una voz que provenía de lejos, pero no fue capaz de discernir si era la de su padre o la de su madre… Todo era tan confuso…
–¡Erik, hijo…!
Lo último que vio fueron los edificios de Digicity. Grandes moles de cemento, cristal y acero que se erguían sobre el horizonte. Torre Uno, el gigante de mil metros de altura, con la forma del número 1, el santuario del poder que alojaba los tres pilares del poder binario, Gobierno, Ciencia y Policía, sobresalía sobre el horizonte de la mega ciudad. Parecía un guardián omnipotente.
FIN DEL PRIMER CAPÍTULO DE B1TERMAN