CAPÍTULO 2 – EL HOMBRE GRANDE
Al amanecer, comieron algo y se prepararon para reemprender el camino.
―¿Qué dirección tomamos? ―preguntó Katania―. ¿Dónde se encuentra el orfanato, Orlando?
―Espero que no esté en la estepa que se extiende ahí abajo ―respondió―. Lo único seguro es que no está en la zona de la que venimos, por lo tanto, solo quedan dos alternativas, la derecha o la izquierda.
―Piénsalo bien, amigo, si te equivocas, nos desviaremos mucho.
―He observado que los dragones vuelan hacia la derecha ―dijo Orlando―. Quizá sea un buen indicativo.
―Entonces, vayamos por la derecha ―determinó Katania―. Sigamos su rastro. Puede que nos lleve a algún sitio interesante. Es lo mejor que podemos hacer.
Nadie se opuso, así que iniciaron la marcha en el único destino posible. Si los dragones volaban en la misma dirección, era posible que el lugar al que se dirigían tuviera algún vínculo con lo que buscaban.
Tres horas después, empezó a nevar y el terreno se cubrió de blanco. La temperatura bajó hasta extremos intolerables y la marcha se complicó bastante. No esperaban encontrar semejantes temperaturas y no estaban preparados para afrontarlas.
Cuando estaban absolutamente exhaustos y ya empezaba a anochecer, escucharon aullidos que provenían de un bosque cercano.
―¿Lobos? ―preguntó Katania.
―Sí, hace tiempo que los he visto correr a lo lejos ―respondió Johanus―. No creo que se nos acerquen. Somos demasiado para atacarnos.
Entre los aullidos, les apreció escuchar una voz humana.
―Es el viento ―dijo Halcón.
―No, es alguien que pide ayuda ―replicó Orlando―. Seguramente los lobos le están atacando.
―Sólo hay una manera de saberlo ―concluyó Katania―. Vayamos a ver.
El grupo se dirigió al bosque y, entre los gruesos copos de nieve y la semioscuridad, les pareció ver algo asombroso.
―¡Un gigante! ―exclamó Halcón, que se había mantenido en silencio.
―Lo está pasando bastante mal ―dijo Katania―. Me parece que nos necesita.
Un hombre que superaba el doble del tamaño de cualquier humano estaba rodeado de lobos, incluso uno de ellos estaba sobre su espalda. El hombre se defendía con arrojo y lanzaba puñetazos a diestro y siniestro, pero no llevaba armas. Lo que no significaba que no fuese peligroso.
―¡Tenemos que ayudarle! ―dijo Orlando―. ¡O morirá!
Sin pensarlo dos veces, Katania, Johanus y Orlando, con las espadas desenfundadas, se lanzaron hacia la jauría. Halcón les siguió a una distancia prudente.
En poco tiempo, dos lobos yacían sobre la nieve, empapándola de manchas rojas. Los demás retrocedieron a su pesar. El gigante, al darse cuenta de la ayuda que estaba recibiendo, de un potente puñetazo se deshizo del lobo que se había subido a su hombro.
Los lobos, que estaban empeñados en obtener su ración de comida, rodearon a los humanos, mientras mostraban sus afilados dientes. Estaban hambrientos y no pensaban marcharse sin lograr su objetivo.
Uno de ellos se dio cuenta de la presencia de Halcón, que se había ocultado tras un árbol de tronco muy ancho, y se dirigió hacía él. Otros dos se prepararon para hacerse con el hombre solitario.
Pero Orlando y sus compañeros no estaban dispuestos a dejar morir a Halcón, así que, con las espadas en alto, corrieron en su ayuda.
Dos lobos más cayeron bajo el acero.
Fue entonces cuando las bestias comprendieron que la defensa de los humanos era demasiado poderosa y retrocedieron hasta quedar casi ocultos tras los arbustos.
Orlando y Johanus llevaron a Halcón hasta el gigante, que estaba desfallecido, de rodillas, y sin fuerzas, y se hicieron fuertes en la posición.
Eran tan fuertes en su defensa que era imposible atacarlos con éxito. Así que los lobos desistieron y optaron por retirarse. En pocos minutos ya no quedaba rastro de ellos.
―Muchas gracias por vuestra ayuda ―dijo el gigante―. De no ser por vosotros, ya estaría muerto.
―¿Qué haces por aquí, solo? ―preguntó Johanus―. Este lugar es peligroso.
―Me he perdido. Llevo días a la deriva.
―¿Adónde vas? ―preguntó Halcón.
El hombretón tardó un rato en responder. Estaba agobiado y necesitaba ordenar sus ideas. Pero cuando lo hizo, demostró que estaba deseando hablar.
―Llevo así toda la vida. No encuentro mi lugar en este mundo. Es por mi tamaño. Me veo obligado a vagar continuamente. Nadie me acepta ―confesó, como si se desahogara.
―¿De dónde procedes? ―preguntó Katania.
―Ni yo mismo lo sé. Mis padres me repudiaron apenas se dieron cuenta de que era demasiado grande. Estuve en un orfanato hasta que también me echaron. Soy un vagabundo solitario… Me llamo Mastodonte… Así me llaman todos… Mastodonte… ¿Qué hacéis vosotros en este inhóspito lugar?
―Estamos tan perdidos como tú ―reconoció Orlando―. Nos pasa un poco lo mismo que a ti.
―Supongo que os dirigís a alguna parte, ¿no?
―Buscamos un orfanato. Es famoso por hombre que lo dirigió durante años. El orfanato de Gorman. ¿Has oído hablar de él?
―Nunca he oído ese nombre. Hay muchos orfanatos que ha sido atacados o pasto de las llamas. ¿Qué se os ha perdido en ese sitio?
―Sería muy largo de explicar ―dijo Halcón―. Es una historia complicada.
Orlando había escuchado atentamente las palabras de Mastodonte. Se sentía identificado con él. Ambos habían sido repudiados por sus padres y arrojados a un orfanato y despreciados por todo el mundo.
―Mi historia también es larga ―dijo Mastodonte, y tras una pausa, añadió―: Lamento no poder ayudaros.
―Tú y yo tenemos el mismo problema ―respondió Orlando―. Tú, por culpa de tu tamaño, y yo, por mi aspecto.
―Ya me he dado cuenta de que sufres alguna enfermedad que te deforma el rostro ―dijo el gigante―. Espero que no sea grave.
―Sí lo es, sí. No sabes hasta qué punto.
―Viajamos para hallar una solución ―explicó Katania―. Tenemos que encontrar el remedio que le devuelva a la... normalidad. Por eso buscamos el orfanato que te hemos comentado.
―Ya quisiera yo saber que existe un remedio para lo mío. Pero hace mucho tiempo que acepté que no podré cambiar. La gente me verá siempre como un gigante peligroso.
Un breve silencio rubricó sus palabras.
Con algunas ramas, formaron un pequeño campamento con una buena lumbre en el centro, y se aprestaron a pasar la noche.
―Es mejor que hagamos turnos de guardia ―propuso Orlando―. Es posible que nos lobos no anden tan lejos y tengan la tentación de atacar cuando estemos dormidos.
―Yo haré el primer turno ―se ofreció Mastodonte―. Los huelo de lejos.
A pesar de que apenas lo conocían, decidieron confiar en él y le permitieron hacer la primera guardia. No obstante, Johanus permaneció con un ojo abierto, por si acaso.
Antes de caer dormido, Orlando se fijó en su silueta, recortada contra el oscuro cielo gracias a la luz de la fogata, y pensó que era simplemente un niño que había crecido demasiado deprisa y sintió una pena infinita por los dos.
El mundo, a veces, es demasiado injusto.