CARICIAS DE LEÓN

 

CAPÍTULO 2

Al día siguiente, entré en clase bastante desganado, ya que la literatura no era precisamente mi asignatura favorita. Diana se sentó junto a mí y, como siempre, me acarició la mano. Éramos casi novios, pero ella eludía siempre la palabra que definía de verdad nuestra relación y prefería usar expresiones como "mi amigo", "mi chico", "mi pareja"... A mí me gustaba entrelazar mis dedos con los suyos y acariciar su piel suave; me reconfortaba notar el tacto de su mano sobre la mía.

-León, tío, no me aprietes tanto, que me haces daño -susurró-. Mira cómo me has puesto la mano. Está roja...

-¿No quieres que te acaricie?

-Claro que sí, pero podrías ser un poco más delicado.

-Perdona. Es que estoy nervioso por lo de mi madre...

-¿Cómo se encuentra?

-El médico dice que está bien -respondí-. Hoy mismo le dan el alta y esta noche dormirá en casa.

-Tienes que cuidarla y ocuparte de ella -dijo tímidamente-. El cariño es la mejor medicina para una persona enferma.

-Sí, claro, pero hay cosas que no puedo controlar. Ayer perdió el sentido y, si mi padre no llega a estar en casa con ella, cualquiera sabe cómo habría terminado.

-Te entiendo, pero insisto en que, cuanto más te ocupes de ella, mejor.

-¿Y qué tengo que hacer?

-Portarte bien -indicó-. Ser delicado y darle mucho afecto. Que se sienta querida.

-¿Quieres decir que no la trato bien?

-Estoy segura de que puedes hacerlo mejor -dijo-. Podrías decirle cosas bonitas, algo que no haces a menudo.

-Ya sabes que eso no va conmigo. Yo no soy un hijo de esos que están todo el día detrás de su madre, dándole coba.

-Pero con tu padre sí puedes, ¿verdad?

-Es diferente. Entre hombres nos entendemos mejor. Además, Verónica ya se ocupa de ella.

En ese momento, Ángel, uno de mis mejores amigos se acercó:

-¿Os habéis enterado de lo que le pasa a Vanessa? -comentó.

-No. ¿A qué te refieres?

-Pues parece que un vecino la está acosando -explicó.

-Yo lo sabía -reconoció Diana-. Hace tiempo que la molesta.

-Vanessa afirma que la llama por teléfono, le hace proposiciones de noviazgo y, a pesar de que ella se niega, él insiste. La llama varias veces todos los días y la persigue por la calle.

-Es que Vanessa está muy buena -dije-. Más buena que el pan.

-¿Y eso le da derecho a acosarla? -preguntó Diana, algo indignada.

-¡Claro que no! -respondí inmediatamente, sabiendo que era la respuesta adecuada-. Estoy de acuerdo contigo: nadie puede perseguir a una chica... Por muy buena que esté.

-Ningún chico tiene derecho a acosar a una chica -añadió Patricio, que acababa de incorporarse a la conversación.

Patricio era un buen amigo, pero yo sospechaba que intentaba ligar con Diana, y eso me ponía nervioso. Sobre todo cuando me inundaba la sospecha de que ella no le miraba con malos ojos.

-No sé qué hacer -dijo Ángel, suspirando-. No me gusta que un imbécil ande persiguiendo a Vanessa.

 -¿No sabes qué hacer para proteger a la chica que te gusta? -dije-. Tú eres tonto. Si alguien acosa a Diana, ya verás tú como sí sé lo que tengo que hacer.

Mis palabras hicieron el efecto que yo deseaba. Patricio se retiró a su mesa y Diana me prestó atención.

-Ya, eso lo puedes decir tú, que eres fuerte como un toro -admitió Ángel-. Pero yo no sé si...

-Si te quieres ligar a Vanessa de una vez por todas, tienes que demostrarle que estás dispuesto a luchar por ella -insistí.

-No le hagas caso -dijo Diana-. No conseguirás que Vanessa se interese por ti si te lías a puñetazos con todos los que van a acercarse a ella. Es mejor que...

Estaba a punto de decirle que no me gustaba  que me dejara en ridículo delante de Ángel, cuando Salvador, el profesor de literatura, entró en el aula portando su horrible cartera de cuero, más vieja que Matusalén, y esa condenada bufanda roja alrededor del cuello. que le colgaba hasta los pies. Mi padre tenía razón cuando hablaba de él: Tu profesor es un payaso, con esa bufanda roja que no se debe quitar ni para dormir. A ese, lo único que le interesa es llamar la atención.

-Buenos días a todo el mundo -anunció Salvador, después de abrir su cartera-. Supongo que  habéis leído el libro que os recomendé la semana pasada. Me gustaría que me comentarais algunas de las frases que más os han llamado la atención, las que más os han interesado.

Nadie dijo nada.

-Me refiero a este libro -dijo, enseñando su ejemplar, con el brazo levantado-. La madre, de Máximo Gorki. A ver, Vanessa, cuéntame...

-Es que no lo he terminado.

-Bien, pues dime algo sobre lo que hayas leído, aunque sea el título.

Todo el mundo se rió. Sabíamos de la poca afición de Vanessa por la lectura.

-Bueno, está bien. Vamos a ver si alguien tiene alguna cosa que decir -insistió-. Patricio, seguro que tú tienes algún comentario.

-A mí me ha gustado mucho cuando el padre se muere y el hijo, Pavel, trata de portarse como él. Bebe, y se pone autoritario con la madre. Es un niño que quiere comportarse como un hombre duro.

-Tienes razón. Es una escena reveladora. En ella, al autor nos cuenta cómo un hijo quiere imitar la padre muerto y una de las primeras cosas que hace  es emborracharse.

-¿Puede un hijo hacer las mismas cosas que su padre, aunque sea inconscientemente? -preguntó Teresa.

-Claro que sí. A veces, un chico joven podría querer imitar a su padre, al que posiblemente admire. En el fondo, todos buscamos modelos.

-¿Las chicas también?

-¿Por qué no iban las chicas a hacer lo mismo? -preguntó Salvador.

-Yo no imitaría a mi padre ni aunque me obligaran -dijo Montes-. No quiero parecerme a él en nada.

-El problema no es que quieras o no parecerte a él. Es que, a lo mejor, le imitas sin darte cuenta -explicó Salvador con ese tono paternalista que no le abandona nunca.

-¿Quieres decir que un padre puede influir sobre su hijo sin que este lo sepa? -preguntó Ángel.

-Más de lo que nos imaginamos -confirmó con voz solemne.

-Hay una frase en este libro que me ha estremecido -dijo Diana-. ¿Puedo leerla?

 -Claro que sí, adelante.

Diana cogió el libro, se pudo en pie y comenzó a leer:

-Es una escena en la que el hijo le pregunta a su madre si tiene miedo. Y ella responde con voz angustiada: ¿Cómo no voy a tenerlo? Me he pasado la vida entera temiendo... Tengo el alma llena de de temor... Creo que es la forma de expresar el terror en el que vive a causa del sistema, del marido y, posiblemente de su hijo... Es aterrador.

-El miedo a los hombres -susurró Vanessa.

-El miedo que los hombres le han metido en el cuerpo -remató Diana, con la mirada algo perdida.

Un silencio sobrecogedor inundó la clase. Las palabras y la voz de Diana nos transmitieron un gran respeto.

-¿Qué os ha parecido? -preguntó Salvador.

-Tienen razón -dijo Patricio-. Hay mucho miedo a los hombres. El libro lo explica muy bien... y Diana le ha puesto mucha emoción. Ha leído muy bien.

Para confirmar sus palabras, todo el mundo aplaudió. Diana, sonrojada, me miró de reojo. Para mí fue todo muy confuso. Era como cuando jugaba al fútbol y me metían un gol, me hacía respetar al equipo contrario, pero también me llenaba de ira. No me gustaba nada que me goleasen.