Era de noche cuando un dragón negro, alto, poderoso, de aspecto feroz y muy agresivo, surgió de la profunda oscuridad de la cueva. Dio un paso hacia la princesa Katania, que reprimió un grito de terror tapándose la boca con la mano.
La bestia abrió su enorme boca de afilados colmillos, a la vez que sus dos garras se acercaban lenta y peligrosamente. Katania intentó escapar, pero su espalda rozaba ya contra el muro de piedra. El dragón le cerraba el paso y resultaba imposible eludir el ataque que se cernía sobre ella.
Dio por hecho que, en unos instantes, su vida terminaría de manera horrible.
Entonces, como último recurso, gritó con todas sus fuerzas, asustando a los caballos, que relincharon con furia. El dragón respondió con un rugido bestial que rompió la noche en mil pedazos, justo cuando ella le clavaba su espada en el corazón.
Orlando se despertó de golpe y lanzó un grito aterrador. Un grito de muerte. Se frotó la frente, se secó el sudor e intentó recuperar el resuello.
―¿Qué te pasa, Orlando? ―preguntó Katania, que estaba sentada junto a la hoguera y se había sobresaltado―. ¿Qué te ocurre?
―He tenido otra pesadilla ―replicó Orlando―. Esta vez ha sido peor. Me había convertido en un dragón, te atacaba… y tú me matabas. Ha sido horrible. Tan real que aún despierto me estremezco.
Ella lo miró comprensiva:
―Es solo un sueño. Tú y yo no somos enemigos y nunca nos agrediremos. Tenemos que encontrar una solución a tu problema o te volverás loco.
―No sé si llegaremos a tiempo. La mutación avanza y dudo que seamos capaces de revertir el proceso. Empiezo a pensar que no lo conseguiremos. ―Hizo una pausa antes de continuar y miró a los ojos a la princesa―. Tengo miedo. Esto me mata poco a poco. Y la angustia me ahoga el corazón.
El sol salió en ese momento desde detrás de las montañas y un rayo de luz iluminó la cara de Orlando, la deformidad hacia casi irreconocible el rostro. La mirada de Katania fue reveladora. Y Orlando se dio cuenta del significado. Un profundo suspiro surgió de sus entrañas y sus ojos se llenaron de lágrimas.
―Dentro de poco, nadie me reconocerá. El dragón que llevo dentro está saliendo ―dijo con voz temblorosa―. Se apodera de mí. Lo noto a cada instante. Es imparable.
―Hay que mantener la esperanza ―dijo Katania―. Tengamos confianza. Encontraremos a Halcón y todo saldrá bien. Orlando, angustiado aún por el influjo de la horrible pesadilla, trató de concentrarse en el hermoso amanecer, pero no consiguió animarse. Tenía la certeza de que las cosas no iban bien y que, a menos que sucediera algo inesperado, acabaría convertido en un dragón, cosa que le aterraba.
Miró la ennegrecida piel de su brazo y pasó la mano por encima, como si con esa leve caricia pudiera borrar el color oscuro y devolverle la apariencia original. El tacto rugoso y áspero le produjo un escalofrío que atravesó su cuerpo.
―Debemos seguir ―le animó Katania―. Llevamos diez días cabalgando y todavía nos quedan varias jornadas. Necesito un buen baño y ropa limpia. Añoro las comodidades a las que estoy habituada. Sueño con una buena cama y una habitación cálida. Una sopa humeante, unas verduras asadas, un pastel de manzana...
―La culpa es mía. Debiste quedarte en tu castillo. Esto no te atañe.
―No sigas por ahí, Orlando ―le cortó en seco―. Estoy aquí por mi propia voluntad, así que nada de lamentaciones. Y sí, todo lo que tiene que ver contigo me importa.
Orlando se mantuvo en silencio mientras levantaba el campamento. Apagó los rescoldos del fuego y con unas ramas borró las huellas que delataban su paso por el paraje. Poco después, cabalgaban hacia su objetivo, el que el hermano Módico les había señalado: la abadía de Tritania.
―¿Qué habrá sido de Avérnico? ―preguntó Katania, en un momento en que sus caballos se saciaban en un arroyo junto al camino―. ¿Se habrá recuperado de la derrota que le infringimos?
―Supongo que estará recomponiendo su ejército. Si crees que se ha olvidado de ti y ha renunciado a casarse contigo, estás muy equivocada. Le conozco bien y te puedo asegurar que no perdona jamás. Es insaciable. El rencor y la avaricia que anidan en su alma sirven de acicate a sus proyectos.
―Yo tampoco olvidaré que mató a mi padre. Algún día nuestros caminos se cruzarán y ajustaré cuentas con él. Tiene que pagar por lo que ha hecho.
―No dejes que el odio se apodere de tu corazón ―le aconsejó Orlando―. Es un pésimo aliado: te ciega.
―Alguien tiene que hacer justicia ―replicó la princesa, con los ojos acuosos por el recuerdo de su padre, al que amaba con locura.
Cabalgaban a buen ritmo, sin descuidar la guardia, prestando mucha atención a lo que les rodeaba. Sabían muy bien que en aquellas tierras deshabitadas abundaban los bandidos y proscritos, tenían claro que cualquier descuido podía resultar fatal.
―A veces me acuerdo de Donario ―dijo Orlando, al atardecer―. En el fondo, le echo de menos.
―No merece que te acuerdes de él. Te traicionó. Es tu enemigo. Cualquiera sabe qué estará tramando.
―Es cierto que no se portó bien conmigo ―reconoció―. Hemos pasado tantos años juntos que no puedo olvidarlo. Durante mucho tiempo hemos sido como hermanos en aquel maldito orfanato de Gorman. Compartir penalidades y sufrimientos crea vínculos difíciles de olvidar y de romper.
―No creo que él se acuerde de ti. Salvo que esté pensando en la manera de aprovecharse de tu bondad ―ironizó Katania―. Si pudiera, te vendería al mejor postor, no te quepa duda. Ya viste lo que pasó en Tagnaria.
―Bueno, eso en el caso de que haya sobrevivido. La batalla fue tremenda. Espero que se encuentre bien, no le guardo ningún rencor.
―Por cierto, un día me tendrás que contar cómo se hace eso de echar fuego por la boca. Me gustaría aprenderlo.
―No te burles de mí. Ni siquiera sé cómo lo hice o si podré volver a hacerlo. Debe ser ese dragón que habita en mí. Es algo que no controlo.
Katania acarició las crines y el lomo de su caballo y arreció la marcha. Cuanto antes encontrasen a Halcón, mejor para los dos.
Si Orlando hubiera sabido que en ese preciso instante, a mucha distancia y en una tienda de campaña militar, cubierta con tapices y alfombras grabados con el escudo de armas real, el maestre Thomas Gorman, el hombre que le había sometido a tratos vejatorios y abusos durante casi toda su vida, estaba hablando con Avérnico, seguro que se habría alarmado.
Y si, además, hubiera sabido que Donario asistía a esa reunión, se habría preocupado de verdad. Y con motivo. Demasiados enemigos juntos.
―Por vuestra culpa he perdido parte de mi ejército. Esa historia de las piedras negras y de que Orlando iba a obedecerme era una patraña para salvarte ―dijo Avérnico, señalando a Donario―. Ha sido una falsedad que os habéis inventado y que me ha costado caro. Debería despellejaros vivos a los dos.
―Es cierto, mi señor, pero algo hemos avanzado. El rey Tágnarik ha muerto bajo vuestra espada, y eso os prestigia ante otros reyes. En este momento, seguro que algunos se están planteando firmar una alianza con vos.
―Eso lo he logrado sin tu ayuda. Me jugué la vida para acabar con ese maldito vikingo. Salid de mi vista antes de que me arrepienta ―vociferó airado. ―Queremos proponeros una última idea, mi señor, si nos lo permitís. No tenéis nada que perder por escucharnos ―alegó Gorman.
―Os aseguro que es un muy buen plan, mi señor, que saciará vuestra sed de venganza ―añadió Donario.
Avérnico dio un trago a su copa de vino, se relamió y, al cabo de un rato, dijo en tono amenazador:
―Es vuestra última oportunidad. Si no me gusta lo que vais a contarme, no saldréis vivos de esta tienda. Estoy más que harto de vosotros.
Gorman notó cómo se le secaba la garganta. Le costó trabajo articular palabra, pero hizo un esfuerzo. Sabía que se lo jugaba todo con aquel plan que él y Donario habían tramado.
―Sabemos que Orlando se dirige a Tritania en busca de un dibujante de dragones. Si me dais los medios, puedo tender una trampa en la que él y la princesa Katania caerán. Es un plan bien diseñado. Solo hay que tener paciencia, mi señor.
―Ellos solitos se meterán en la boca del lobo. Serán nuestros prisioneros sin darse cuenta de lo que ha pasado ―añadió Donario.
―Lo hemos planificado hasta el último detalle.
Avérnico apuró su copa, alisó los pliegues de su túnica brocada y estirándose sobre el trono respondió:
―Está bien, contadme.
―No podemos, mi señor ―dijo Gorman―. Hay demasiados oídos por aquí. Es un plan secreto que nadie debe conocer. Tened paciencia y esos dos malditos acabarán de rodillas ante vos, mi señor Avérnico.
―Solo necesitamos pediros una cosa ―dijo Donario―. Pero lo haremos cuando estemos solos. Por el éxito del plan.
Avérnico, que tenía los sentidos nublados a causa del vino, se esforzó en asimilar lo que los dos traidores le proponían. Por fin, dijo:
―¡Salid todos y dejadme solo con estos dos farfulleros!
Una vez que se quedaron solos, Gorman comenzó a explicarse:
―Necesitamos la complicidad de Hutlan, el gobernador de Tritania. Accederá a hacerlo para complaceros, y por algunas monedas de oro. Todavía conservo la orden de arresto emitida por el juez Strainer, y eso le motivará.
―El gobernador de Tritania es un usurpador que no cuenta con el apoyo de los tritanianos. No me fío de él.
―Es amigo y aliado de vuestro padre, el rey Cresarión. Os ayudará, podéis estar seguro. Al igual que harán otras personas con las que hemos contactado.
Avérnico, pensativo, se mantuvo en silencio durante un buen rato. Se levantó del trono y a grandes zancadas recorrió el amplio salón una y otra vez. El vino empañaba su pensamiento desde hacía rato, pero, finalmente, tomó una decisión.
―No tengo nada que perder con vuestro intento. Pero os advierto de que si fracasáis, perderéis la poca vida que os queda. Ahora, salid de mi vista.
―Queda un pequeño detalle, mi señor ―dijo Donario―. Si me permitís, os lo susurraré al oído para preservar el secreto.
Avérnico accedió con un movimiento de cabeza.
Entonces, Donario se acercó al rey y cuchicheó algunas palabras en su oído. El rostro de Avérnico cambió de expresión y, poco después, daba el visto bueno definitivo al proyecto de los dos conspiradores y les prometía apoyo total.
Gorman y Donario salieron de la tienda muy satisfechos. Habían conseguido más de lo que esperaban.
Estaban furiosos. Se habían jurado a sí mismos acabar con Orlando. El rencor y la rabia por la huida y la derrota a la que les había sometido se tornaba día a día en un poderoso motivo para unir sus vidas en un objetivo común. Claro que la sustanciosa recompensa era un aliciente más a tener en cuenta.
Y ahora tenían una nueva oportunidad de conseguirlo.
Quizá la última.