CAPÍTULO 5
V
HERIDAS PROFUNDAS, HERIDAS MORTALES.
La herida de Arturo era profunda. Morfidio, experto en el manejo de las armas, había clavado la hoja de su daga hasta la empuñadura y había abierto un peligroso corte que se había enfrentado. Arquimaes aplicaba paños sobre la herida, que estaba llena de pus amarillento y maloliente. Usaba la poca agua que los carceleros le habían entregado y que ya empezaba a estar sucia.
El muchacho se revolvió en el camastro con inquietud, acosado por la fiebre que no dejaba de subir. Su cuerpo sudaba y se retorcía a causa del dolor insoportable. Tenía los ojos entornados pero no veía lo que había ante ellos...
Los gemidos entrecortados indicaban al maestro que estaba sufriendo mucho. Además del dolor físico, la herida había producido alucinaciones que le hacían pronunciar frases sin sentido. El delirio se había apoderado de sus facultades mentales, síntoma inequívoco de que le muerte estaba próxima.
De repente, Arturo sufrió varias convulsiones y se desmayó. Arquimaes le secó el abundante sudor que adornaba su frente y sintió una gran preocupación. Sabía que esos ataques eran el preludio del final.
Le acarició dulcemente y lloró por él.
―Lo siento, Arturo. Todo esto es culpa mía. Nunca debí permitir que me acompañaras. Hubiera sido mejor para ti no haberme conocido. No debí aceptarte como ayudante. La alquimia es peligrosa en estos tiempos.
Como si hubiera escuchado sus palabras, Arturo le agarró la mano y apretó con fuerza.
* * *
El hombre de los ojos saltones y grandes orejas entró en el establo, escoltado por una pareja de soldados. Se detuvo a pocos metros del lugar en que el rey Benicius estaba inclinado sobre su caballo de caza, al que acariciaba con ternura. El animal estaba tumbado en suelo encharcado en sangre, con terribles mordeduras por todo el cuerpo. Era evidente que, a pesar de los cuidados que los veterinarios le dispensaban, no tenía salvación. Las heridas eran demasiado graves.
―¿Qué quieres, Escorpio? ¿Tienes algo importante que contarme? –preguntó el monarca, con los ojos llenos de lágrimas y el semblante apagado, mientras espantaba algunas moscas que se arremolinaban alrededor de las heridas del noble animal―. No llegas en el momento oportuno. Mi mejor caballo ha sido atacado esta noche por una de esas bestias que nos asedian. Un oso volador entró anoche en los establos y ha hecho esta escabechina.
―Lo siento, majestad, sé cuánto amáis a este animal.
―Ha sido una carnicería. Esa bestia ha matado a dos centinelas y ha atacado a varios caballos… Mira en qué estado ha dejado a mi pobre compañero de caza.
―Siento mucho molestaros en este momento, majestad, pero…
―Habla, habla, cualquier mala noticia que traigas no puede ser peor que esto.
―Tengo el deber de informaros de un terrible hecho que se ha producido en vuestro reino. El conde Morfidio ha penetrado en vuestras tierras y ha secuestrado a Arquimaes, ese sabio la que protegéis y al que yo, siguiendo vuestras órdenes, estaba vigilando.
―¿Y para qué ha cometido semejante atropello? –preguntó Benicius, con poco interés, más preocupado por el estado de su caballo―. ¿Es que acaso Morfidio no sabe que ese alquimista está bajo mi protección?
―Lo sabe, majestad. Lo sabe perfectamente. Pero no le importa en absoluto. Os ha perdido el respeto.
Benicius pasó su mano derecha sobre el hocico del animal. Lo hizo con cariño y delicadeza, como solía hacerlo siempre, ya que era un hombre delicado y los buenos modales formaban parte de su estilo.
―Ese alquimista trabaja para mí. Tiene el encargo de buscar una fórmula que sirva para defendernos de esas bestias devoradoras que infestan nuestros bosques y nuestros campos.
―Me temo, majestad, que eso a Morfidio no le interesa –dijo Escorpio en voz baja, para no perturbar el dolor del monarca que abrazaba al animal moribundo―. Arquimaes ha inventado algo distinto a lo que le habéis encargado.
―¿Insinúas que me ha traicionado?
―Solo cuento a su majestad lo que sé. Estoy seguro de que ha creado una fórmula secreta que convierte a los hombres en inmortales. Y Morfidio quiere apoderarse de ella.
Benicius se sobresaltó al escuchar la explicación del espía. Dejó de mimar al caballo y prestó atención a su delator.
―Salid todos y dejadme con este hombre –ordenó a los criados y guardianes que le acompañaban―. Y tú, explícate mejor.
―¡Creo que Arquimaes ha descubierto el secreto de la inmortalidad, mi señor! –aseguró Escorpio―. ¡Y Morfidio se ha adelantado!
―¿Qué puedo hacer? ¿Me devolverá al sabio si se lo ordeno?
―No lo hará, mi señor. Morfidio ha decidido apoderarse de esa fórmula secreta y nada le hará desistir… Salvo la fuerza.
―Debí ejecutar a ese maldito carnicero hace años, cuando ocupó el lugar de su padre.
En ese momento, el magnífico caballo lanzó un relincho, estiró el cuello, levantó la cabeza y cayó muerto. Benicius se arrodilló a su lado y pasó su mano sobre el cuello ensangrentado.
―¡Oh, cielos! ¡El mundo se ha vuelto loco! Los nobles traicionan a su rey; los hechiceros nos acosan con sus bestias asesinas; los campesinos se niegan a pagar los impuestos; los aldeanos cazan en nuestros bosques; los proscritos viven al margen de la ley; las enfermedades nos persiguen… Y ahora, los alquimistas se burlan de sus protectores… ¿Qué puedo hacer? ¿Qué crees que puedo hacer?
―Imponer orden, mi señor. Represalia total. Que vean que vuestro pulso es firme. Que entiendan que aquellos que os traicionan lo pagan caro. Hacedlo antes de que el caos y la anarquía se extiendan por vuestro reino, mi señor.
Benicius observó atentamente a su fiel servidor. Le puso la mano sobre el hombro y dijo:
―Me has prestado un gran servicio, Escorpio. Serás recompensado por tu trabajo. No lamentarás tu fidelidad. Sigue así. Creo que te haré caso…
Lanzó una última ojeada al cadáver de su caballo y, según salía de los establos, hizo un juramento:
―Te vengaré, querido amigo. Impondremos el orden en el reino. Y los que te han atacado lo pagarán… ¡Todos los traidores morirán ahorcados y acabaremos con esas bestias salvajes. ¡Mi paciencia se ha terminado!
Escorpio esbozó una sonrisa de satisfacción. Observó como el rey caminaba hacia sus aposentos. Benicius, un hombre delgado, delgado y de poca salud, que aún se encontraba bajo el efecto bajo el efecto de su ataque de lepra, estaba visiblemente deprimido y era blanco fácil para un hombre ambicioso como él. Escorpio se convenció de que si actuaba habilidad podría obtener todo lo que quisiera. Arco de Benicius era un hombre débil que confiaba ciegamente en él.
―Me convertiré en tus ojos y en tus oídos y me lo pagarás en oro –susurró el delator.
* * *
Morfidio observó a través de la cerradura del calabozo la desesperación de Arquimaes, que pedía a gritos a los guardias que le trajeran medicinas para curar las heridas de Arturo, que se estaba muriendo.
En conde comprendió que aquella situación le beneficiaba. Dentro de poco, el sabio estaría listo para hablar. Le contaría hasta el último detalle de esa fórmula que le daría un poder ilimitado.
Se apoyó contra la puerta, sintiéndose satisfecho con los gritos de desesperación del alquimista. Pidió a su criado que le llenara la copa de vino y esperó pacientemente.
Cuando Arquimaes, desesperado, lanzó una banqueta contra la puerta de la celda y la hizo temblar, Morfidio sonrió. Se marchó convencido de que, al día siguiente, antes de que el sol estuviera en lo más alto del cielo, el alquimista el secreto que tanto ansiaba poseer… Deseó, por su propio interés, que Arturo sobreviviera a la oscura noche que se avecinaba. Una noche que, como casi todas, se estaba llenando de aullidos de lobos y de rugidos de bestias maléficas.
“Vamos a tener otra maldita noche sangrienta”, pensó.