PRIMERA PARTE
1
Una gran noticia
En 1944, tras cuatro años de invasión alemana, París era una ciudad desabastecida que sufría constantes cortes de luz y se hallaba al borde del colapso aunque, gracias al mercado negro, algunos privilegiados disfrutaban de abundante alimentación, de gasolina y de cualquier capricho que pudieran pagarse. Los nazis, apoyados por los gendarmes franceses, gozaban de un poder que les permitía cometer todo tipo de tropelías contra la población civil que estaba cada día más empobrecida. Únicamente los miembros de la Resistencia se oponían y los hostigaban, creando un ambiente de inseguridad insoportable, ya que por cada alemán caído, veinte franceses eran convertidos en rehenes y casi siempre acababan fusilados.
La mañana del martes 6 de junio, en el colegio de Jean de la Fontaine, el profesor René Bateliere esperó a que sus alumnos acabaran de sentarse para dar comienzo a la clase.
Bateliere era grueso y llevaba una corbata de pequeños lunares que no hacía juego con su traje oscuro, que le quedaba estrecho. El exceso de gomina le pegaba el pelo sobre la cabeza y le daba un aspecto divertido que encantaba a sus alumnos que no paraban de caricaturizarle y al que consideraban como uno de ellos debido a su carácter afable, infantil e inocente.
—Buenos días, queridos niños, felicitemos a nuestro compañero Robert Dupont, que hoy cumple nada más y nada menos que diez años... ¡Felicidades, Robert!
Todas las voces se unieron a la felicitación del maestro mientras Robert, rojo como un pimiento, se ponía en pie para recibir las congratulaciones de sus compañeros.
Cuando el silencio volvió al aula, Bateliere retomó su discurso:
—Pero hay otra buena noticia que quiero compartir con vosotros… Hoy, las fuerzas aliadas están desembarcando en la playa de Normandía para liberarnos de los alemanes que, como ya sabéis, llevan cuatro años en Francia.
Los treinta chicos y chicas aplaudieron con fuerza las palabras de su amado profesor.
—Estoy convencido de que, dentro de poco, París será liberada y recuperaremos nuestra independencia junto a nuestras costumbres.
Se acercó a la pizarra e hizo algunos gráficos, lo que le obligó a ponerse de puntillas, despertando las risas contenidas de varios alumnos.
—Mirad…, aquí está Normandía, aquí París y un poco más arriba, Alemania. Bien, pues dentro de poco, los americanos, ingleses, franceses y soldados de otros países llegarán aquí, nos liberarán y seguirán su camino hasta conseguir que los alemanes se rindan.
Robert Dupont, que se sentaba en primera fila, prestó mucha atención a las explicaciones del señor Bateliere. La presencia de los alemanes en su país no le gustaba nada. Desde que tenía seis años, esos hombres armados dominaban su vida, la de su familia y la de todos los parisinos.
—Anoche, cientos de barcos cargados con miles de soldados y escoltados por multitud de aviones salieron de Inglaterra e iniciaron un viaje que los ha traído a Francia, donde han penetrado. En estos momentos, queridos niños, esos hombres están luchando con todas sus fuerzas para instalarse en nuestro país, desde donde se prepararán para conseguir el objetivo final. Por eso os pido que recéis por el éxito de su misión…
Los alumnos juntaron las manos, inclinaron la cabeza y musitaron rezos por la libertad de su país.
Una hora después, durante el recreo, la conversación giraba en torno al extraordinario anuncio del señor Bateliere:
—Yo me apuntaré a la Resistencia —dijo Gerard, el mejor amigo de Robert, que también era hermano de Isabelle—. Ayudaré a echar a los alemanes de París. Los espiaré y daré información a nuestros valientes.
—Los niños no podemos formar parte de la Resistencia —dijo Robert—. Y cuando seamos mayores los alemanes ya no estarán aquí y Francia será libre.
—Venga, vamos a jugar al fútbol —propuso Lucien.
Gerard y los otros se unieron a la propuesta de Lucien.
—Vamos, Robert —le dijo Gerard.
—No, no… Hoy no tengo ganas. Estoy cansado.
—Sí, ya sabemos lo cansado que estás —se burló de él Lucien—. Cuéntaselo a Isabelle.
Robert levantó el brazo de manera despectiva. Todos sus amigos conocían la debilidad que sentía por ella.
—Anda, no le hagas caso —dijo Isabelle, mientras se apartaban del grupo—. Ya sabes que te tiene envidia porque me gustas más que él.
Robert se mantuvo un rato en silencio. Por fin, se decidió a hablar:
—Vendrás a mi fiesta de cumpleaños, ¿verdad? —le preguntó tímidamente.
—Claro que sí. No me la perdería por nada del mundo. Además, te he comprado un regalo…, pero no te puedo decir qué es…
—Es el sábado por la tarde. Mis padres han conseguido pasteles y refrescos. También habrá música…
—No pensarás que iré por esas cosas, ¿no?
Robert se puso colorado.
—No, no pensaba eso —admitió—. Pensaba que irás porque somos amigos.
—Claro que somos amigos —dijo ella—. Siempre lo seremos.
Robert sintió que la boca se le secaba y no fue capaz de responder.
Solo le salvó la campana que anunciaba el final del recreo.