DRAGONTIME Y CLEOPATRA
CAPÍTULO 1
Pájaro Nocturno
Aquella noche del año 40 A.C., el mítico faro de Alejandría brillaba serenamente en la oscuridad de la noche.
El puerto estaba en silencio y los centinelas romanos y egipcios se sentían tranquilos y seguros. Había muchos barcos que formaban parte del ejército enemigo de Ptolomeo, pero no estaban preparados para atacar. Los hombres de Julio César y Cleopatra lo sabían. Por eso estaban confiados.
La noche era apacible.
–¿Alguna novedad, Cromis? –preguntó el jefe de la patrulla romana al oficial de los centinelas egipcios.
–Ninguna, Óptimo. Todo está en orden, bajo control –replicó Cromis, poniéndose en pie–. ¿Queréis probar nuestro vino egipcio?
–Claro que sí –dijo Óptimo, guiñando un ojo a sus hombres–. No creo que esta noche haya novedades.
–No se ve mucho movimiento en los barcos –dijo Cromis, alzando una jarra–. Creo que los hombres de Ptolomeo esperan la llegada de refuerzos–. ¿Hay algún plan para repeler el ataque cuando desembarquen?
–Eso está en manos de Julio César y de Cleopatra –dijo Óptimo, mientras alzaba la jarra y se disponía a tomar un trago–. Ellos mandan ahora en Egipto. Nosotros sólo tenemos que estar atentos a...
Se calló de repente.
–¿Qué es eso? –preguntó, alarmado, señalando al cielo–. ¿Qué es eso?
Cromis alzó la vista y su corazón se aceleró. Romanos y egipcios miraban el cielo perplejos.
Unas luces de colores parpadeaban arriba. Se adivinaba la forma oscura de un gran ser alado que, entre ondas parecidas a las que forman en el agua cuando se tira una piedra, se hacía más visible.
–¡Por Júpiter! –exclamó Óptimo–. ¿Qué es eso? ¿De dónde sale?
Cromis no podía articular palabra.
Los soldados tampoco eran capaces de hablar. La impresión les había paralizado.
La figura voladora mostró su forma definitiva, dejándose ver en todo su esplendor. Ahí estaba, majestuosa e inalcanzable, sobrevolando el faro.
–¡Es un pájaro! –exclamó Cromis–. ¡Es un pájaro ancestral! ¡Lo envían los dioses!
Había luces que vibraban en diversas partes del cuerpo del gigante pájaro volador y Óptimo las miraba embelesado.
Entonces, el pecho del pájaro se abrió y un cono de luz blanca se proyectó hasta el suelo, frente a la puerta del faro, a pocos metros del puesto de vigilancia. Algunos rayos azulados daban la sensación de que algo se movía en el interior del cono de luz… ¡Y apareció un ser humano!
Apenas tuvieron tiempo de asimilar de dónde había salido aquella figura.
–¡Es un hombre! –bramó Cromis–. ¡Viene del inframundo!
El foco de luz desapareció y el individuo, que tenía los brazos en cruz y las piernas juntas, se quedó solo, a merced de los soldados, a pocos metros de ellos.
Óptimo desenfundó su gladius y apuntó al recién llegado:
–¡No te muevas! –le ordenó–. ¿Quién eres y cómo te llamas?
Al cabo de unos segundos, el desconocido dijo:
–Me llamo Rick y soy vuestro amigo.
–¿Quién te envía? –preguntó el romano, temblando de pánico–. ¿Qué quieres de nosotros?
–No quiero nada –dijo Rick, en tono amistoso–. Ya os he dicho que soy un amigo y vengo en son de paz.
Uno de los soldados romanos, que blandía una lanza, estaba muy nervioso y, sin pensarlo bien, con la vista nublada por el miedo, clavó la punta en el hombro de Rick.
¡Pero no le hizo daño! ¡Ni siquiera sangraba!
¡Era imposible que un pilum de acero se clavara en un hombre y permaneciera intacto!
Óptimo y sus hombres se dieron cuenta de que estaban ante algo inaudito y, posiblemente, peligroso. Ese Rick tenía que ser un dios o un hechicero.
Desde luego, no era humano. No era como ellos. No era de carne y hueso.
–¡Ahora veremos si también aguantas el acero de las espadas! –amenazó Óptimo que, en un inexplicable gesto de rabia, clavó su gladius hasta la empuñadura en el pecho de Rick.
Rick ni siquiera se inmutó.
¡Ahora ya no había dudas!
¡Ese individuo era inmortal!
Había que dar la voz de alarma y buscar ayuda.
–¡Es un diablo! –gritó Cromis.
Fue una señal inequívoca de que había que huir.
Rick les vio correr, empujándose unos a otros, gritando, haciendo aspavientos con los brazos.
Después, miró al cielo y vio como al gran pájaro desaparecería entre ondas.
Ahora, sólo le quedaba llevar a cabo su misión con eficacia.
Sabía que aquellos soldados volverían con refuerzos, así que pensó que le convenía desaparecer del lugar sin dejar rastro.
Sin pensarlo dos veces, se arrojó a las frías aguas del puerto; se zambulló, dispuesto a llegar a la ciudad que se extendía al otro lado.
Y se perdió en la noche.