EL PRINCIPITO SE FUE A LA GUERRA
Santiago García-Clairac

 

2
La decisión de Hitler


Aquella mañana Adolf Hitler se levantó tarde, con la cabeza aún embotada por culpa de las pastillas que tomaba para conciliar el sueño. En el cuartel general del Führer —conocido como el Nido del Águila y situado en los Alpes Bávaros a 1834 metros de altura—, nadie se había atrevido a despertarle para darle la mala  noticia y esperaron a que se sentara a desayunar, ya que solo el café le quitaba el mal humor.

—Querido Adolf, parece que tu ayudante de campo quiere decirte algo —dijo Eva Braun, la eterna novia del Führer, mientras echaba azúcar en su taza.

Un militar se había cuadrado a pocos metros:

—Mi Führer, se ha producido una noticia que debe conocer…

—Espero que no sea muy grave —respondió dando un sorbo de café—- Adelante...

El hombre respiró profundamente, cerró los ojos un instante, sacó pecho y, por fin, se animó a hablar:

—Los aliados han desembarcado en Francia esta madrugada. Nuestras fuerzas, comandadas por el mariscal Rommel, no han podido detenerlos, mi Führer.

Hitler intentó tomar un poco más de café de su taza, pero le costó trabajo ya que su pulso había perdido la firmeza de antaño y ahora su mano se tambaleaba de un lado a otro sin control.

—Ya sabíamos que esos insensatos iban a intentar alguna maniobra desesperada —dijo en plan indolente, todavía bajo los efectos de las pastillas—. No es ninguna sorpresa.

El ayudante dio un paso adelante:

—Mi Führer —insistió—. Esto es grave. Es una invasión en toda regla. Es incontenible. Han penetrado…

—¿Dónde han desembarcado?

—En Normandía.

—Entonces no hay de qué preocuparse. Debieron intentarlo por Calais, se han equivocado… Desde Normandía no pueden hacer nada, no hay puertos.

—Sí, mi Führer.

Hitler dio un par de sorbos más, tomó un trozo de galleta y se limpió los labios.

—De todas formas, que el Estado Mayor se reúna —ordenó—. Dentro de una hora quiero verlos en la sala de mando con toda la información posible sobre esa supuesta invasión. Veamos qué han hecho esos aliados.

El general se cuadró, levantó la mano y gritó:

¡Heil, Hitler!

Después, salió aliviado y a paso raudo de la estancia. Ahora la responsabilidad estaba en las espaldas del Führer.

—Tranquilízate, querido. Solo es un ataque más. Tu úlcera te pasará factura… Anda, tómate el café y serénate. Tus generales se ocuparán de este pequeño asunto —dijo Eva Braun.

—Mis generales son unos inútiles.

—Por favor, cariño…

Hitler le hizo caso, se sentó y cogió la taza mientras su secretario militar y otro oficial al que no conocía entraban con el brazo en alto y en posición de firmes:

¡Heil, Hitler! —gritaron ambos a la vez.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el Führer, molesto por la nueva interrupción.

—Mi Führer, el capitán Mielke quiere enseñarle algo de gran importancia —dijo el secretario.

Hitler miró al invitado y, al cabo de unos segundos, musitó:

—¿Mielke?

—Klaus Mielke, mi Führer. Capitán del Departamento de Propaganda y Documentación.

Klaus no se parecía mucho a aquel joven que había acudido a la estación de Berlín a recibir a Chantal y a Jean. Con el uniforme parecía más robusto y si expresión era más severa. La gravedad de su voz se quebró levemente cuando abrió la cartera que traía consigo y extrajo un paquete de hojas mecanografiadas y encuadernadas. 

—He dirigido personalmente la traducción al francés de Mi lucha, mi Führer Hasta ahora, en ese idioma solo se han publicado traducciones parciales y ahora por fin contamos con una traducción completa, lista para ser publicada.

—Vaya, por fin una buena noticia —lo celebró Hitler mientras barría del mantel una miga del bizcocho recién terminado—. Por fin mi libro se ha traducido al francés… Llevaba mucho tiempo esperándolo.

—Cuatro años de trabajo intensivo, mi Führer —aventuró Klaus.

—Confío en que será una buena traducción. Estos franceses lo han masacrado con versiones estúpidas.

—Conozco bien el idioma, viví en París varios años, y allí trabajé en una editorial. Le garantizo que es una traducción perfecta —afirmó Klaus.

Hitler tardó un poco en responder. A esas horas, su mente todavía no funcionaba a pleno rendimiento. Pero este caso le había interesado especialmente:

—Entonces, vaya usted a Francia y ocúpese directamente de que se publique y se distribuya por todo el país —decidió—. ¡Quiero que todos los franceses tengan un ejemplar! ¡Absolutamente todos! Quiero sembrar toda Francia con Mi lucha... ¡Millones de ejemplares distribuidos de manera gratuita! ¡Eso les enseñará que no tememos nada!

—¿Gratis?

—Claro, el gobierno francés pagará los costes de edición y los alemanes se los regalamos a sus ciudadanos. No me defraude, capitán. —El Führer sonrió por primera vez aquella mañana—: Mejor aún, no me defraude, comandante Mielke…

¡Ascendido a comandante por el mismísimo Führer! Klaus no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. Había dado en el clavo. Tantos años de trabajo iban a dar sus frutos. Conocía muy bien el cariño que Hitler sentía por libro, escrito más de veinte años atrás.

—Será mi respuesta a todos los que albergan alguna ilusión de que los aliados los van a liberar —añadió Hitler—. Sí, será una buena respuesta al desembarco de esta mañana… —murmuró, perdido en sus pensamientos, antes de zanjar aquella reunión con un imperativo—: Comandante Mielke, no pierda tiempo y parta a París hoy mismo.

Klaus se cuadró, levantó el brazo derecho, extendió la mano y emitió el saludo nazi:

¡Heil, Hitler!

Después, se giró y se dirigió hacia la salida, acompañado por el secretario. No salía de su asombro. La cosa había ido mucho mejor de lo que esperaba.

Estaba eufórico. De sopetón había ascendido a un rango elevado y, lo que era mejor, el Führer le había encomendado una misión. ¡Una gran misión! ¡En París! Si alguien le hubiera preguntado cómo lo había conseguido, no habría sabido qué responder.

La mañana del 6 de junio se había convertido en una jornada inolvidable para el comandante Klaus Mielke.

Cuando se quedaron solos, Hitler y su amante se levantaron y dieron un paseo por la terraza, admirando el magnífico paisaje que se extendía ante ellos… Cumbres nevadas, pinos verdes e imponentes águilas sobrevolando la zona. Un paisaje de paz y belleza que ayudaba a olvidar que, en toda Europa y parte de África, se estaba librando una batalla que estaba costando la vida de muchas personas.

El propio Führer tuvo que obligarse a apartar la mirada del horizonte cuando un ayudante vino en su busca, una vez reunido el Alto Mando. Le dio un beso en la mejilla a Eva, giró sobre sus talones y se dirigió al encuentro de su Estado Mayor, sin formarse una idea clara de la gravedad del desembarco aliado. Aún no había tomado conciencia de lo que había ocurrido… o de lo que iba a ocurrir.

Veinte minutos después, la adrenalina corría por sus venas y el horizonte se llenaba de nubes negras.

—¡Ponedme con el cuartel general del mariscal Rommel! Que cierren las fronteras francesas —ordenó—. Que nadie entre, que nadie salga. Que sientan que son nuestros prisioneros. Que nuestros hombres sean implacables y actúen con más dureza. Francia tiene que pagar por haber abierto las puertas a los aliados. ¡Acabad con la Resistencia! ¡Francia es, desde ahora, un gran campo de concentración!…

 

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