EL EJÉRCITO NEGRO
CAPÍTULO 4


IV

SALIENDO AL MUNDO

ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN Y VIVO EN LA FUNDACIÓN ADRAGÓN, UN ANTIGUO PALACETE QUE, CON EL TIEMPO, SE HA CONVERTIDO EN UNA EXTRAORDINARIA BIBLIOTECA, REPLETA DE LIBROS Y PERGAMINOS DE LA EDAD MEDIA, QUE MI FAMILIA HA IDO COLECCIONANDO HASTA CONSEGUIR ALCANZAR LA CANTIDAD DE CIENTO CINCUENTA MIL EJEMPLARES. ESTO LA CONVIERTE EN UNA DE LAS MÁS APRECIADAS Y VISITADAS DEL MUNDO. AQUÍ SE ENCUENTRAN OBRAS TAN ANTIGUAS QUE NI SIQUIERA SE LES PUEDE PONER FECHA. EN LA FUNDACIÓN ADRAGÓN HAY VOLÚMENES TAN VALIOSOS QUE MUCHOS EXPERTOS EXTRANJEROS VIENEN A ESTUDIARLOS… COMO ESE TAL STROMBER.

Todos los días me recuerdo a mí mismo quién soy. Esos sueños fantásticos que me persiguen me obligan a hacerme preguntas muy raras sobre mi identidad.

A pesar de que estamos a principio de curso, en pleno otoño, el día es bueno y apenas hace frío. Recojo algunas hojas que acaban de caer al suelo, que utilizaré para señalar  las páginas de mis libros. Me gusta pensar que esas hojas de árboles se entienden muy bien con las hojas de papel de los libros. Al fin y al cabo, el papel proviene de ellos, y, aunque a la gente le parezca mal, a mí nos e me ocurre un mejor uso para la madera que el de convertirse en papel de libro.

Como siempre, me cruzo con Patacoja, el mendigo de la esquina que pasa horas pidiendo limosna y que se ha convertido en mi amigo, casi mi único amigo fuera de la Fundación.

―Hola, Patacoja –saludo.

―Hola, Arturo. ¿Todo bien?

―Sí, me voy al colegio. Hoy te he traído una naranja.


―Gracias, chaval. Tienes buen corazón y algún día recibirás tu recompensa. Los generosos como tú tienen un lugar asegurado en el cielo, te lo digo yo.

―No digas tonterías –respondo―. ¿Cómo estás hoy?

―Estos días duermo mal. Es el tiempo, que está cambiando y me afecta a la pierna, la maldita pierna –dice, pasando la mano la mano por el muñón―. Los diablos se conjuran contra mí.

―No digas bobadas. No te puede doler una pierna que no tienes –argumento―. No es posible.

―No todo lo que pasa en este mundo tiene explicación – responde, con la lengua un poco pastosa―. Si yo digo que me duele, es que me duele, ¿vale?

―De acuerdo, de acuerdo –reconozco, fijándome en el envase de cartón de una marca de vino que sobresale de su abrigo―. Creo que hay va a ser un buen día, así que alegra esa cara.

―Tengo pocas esperanzas de que lo sea. La gente es cada día más tacaña y no se rasca el bolsillo como antes. Quizá es que ya no siente lástima por los desgraciados como yo.

―Venga, deja de quejarte.

―Te deseo que nunca te veas en mi lugar. Chaval. Te lo deseo de corazón. No hay peor lugar en el mundo que estar tumbado en una acera, pidiendo limosna a gente que te ignora.

Mientras pela la naranja, me doy cuenta de que murmura algo.

Patacoja, no me vengas con misterios –digo.

―Las cosas andan un poco revueltas por el barrio –dice―. Muy revueltas.

―¿Revueltas? ¿A qué te refieres?

―Atracos, palizas… gamberrismo.

―Vaya, eso no me gusta.

―Y que lo digas –dice mordiendo un gajo―. Si yo te contara…

―¿Por qué dices eso? ¿Te ha pasado algo?

―Anoche… unos tipos intentaron atracarme… Vamos, que intentaron robarme mis cosas.

―¿Estás seguro de que querían robarte?

―Yo solo te digo que tengas cuidado. Últimamente he visto mucha gente rara por aquí― Los demonios están saliendo de la cloaca. Nos están invadiendo. Rondan por aquí desde hace días.

―¿Merodean la Fundación?

―Exactamente. Te lo advierto, Arturo, ten mucho cuidado…

―Gracias, eres un buen amigo… Aunque estás un poco loco…

―¿Loco, yo? ¡Si estuvieras en mi lugar no dirías eso!

Me voy corriendo para no escuchar sus quejas. Sé que le saca de quicio que le llamen loco, aunque, en el fondo, le gusta simular que lo es.

* * *

Cuando llego al instituto me cruzo con algunos compañeros de clase que, igual que yo, vienen con retraso, pero ni siquiera me saludan y eso me entristece. A pesar de que esta situación dura ya algunos años, no acabo de digerirla y, cada vez que se produce, no puedo evitar sentirme herido y tampoco consigo disimularlo. En algunos momentos he estado de decírselo a mi padre, pero jamás lo he hecho. Está acuciado por problemas de todo tipo y no he querido preocuparle. Le quiero demasiado para quejarme de asuntos que debo soportar solo.

Mercurio, el portero, me saluda igual que siempre, con una sonrisa y palabras de ánimo.

―Hola, Arturo, me alegra verte. Veo que tienes buen aspecto.

―Hola, Mercurio, buenos días.

―¿Qué tal está tu padre?

―¡Oh, bien, muy bien! Gracias.

―Pues dale saludos de mi parte cuando le veas. Y corre, que vas un poco tarde.

Hago un saludo de despedida y entro en el edificio principal. Llego a clase justo cuando el profesor está cerrando la puerta.

―Arturo, siempre eres el último –me dice a modo de bienvenida.

―Sí, señor, perdone.

―Venga, pasa y siéntate, que vamos a empezar.

Mi pupitre es doble, pero soy el único de la clase que se sienta solo. Nadie quiere compartir mesa conmigo.

Apenas acabo de tomar asiento cuando la puerta se abre y el director del instituto entra atropelladamente. Todas las caras se tensan, ya que no es habitual verle entrar en una clase sin previo aviso. Aunque a veces trae buenas noticias, no podemos evitar ponernos nerviosos.

―Buenos días ―anuncia con su amable voz.

Todo el mundo responde al saludo y se hace un respetuoso silencio, que significa que son palabras son esperadas con ansiedad.

―Tengo buenas noticias para vosotros –dice, sabiendo que todo el mundo le presta atención―. Vuestro profesor de lengua y Literatura, el señor Miralles, desea volver a su ciudad desde hace tiempo, por lo que está esperando que encontremos a alguien que le sustituya. Pues bien, ya hemos encontrado a esa persona.

Se oyen algunos susurros, aunque resulta difícil saber si son de aprobación o de rechazo. El señor Miralles es una profesor apreciado por toda la clase, pero no ha habido tiempo de tomarle el aprecio que se merece.

Para mí, su marcha es una mala noticia. Es la única persona del colegio, aparte de Mercurio, que me trata bien. Le tengo cariño y no me gusta nada que tenga que marcharse.

―Así que dentro de una semana, el próximo lunes día uno, os presentaré a la nueva profesora que le sustituirá. Espero que le deis una calurosa bienvenida, igual que espero que sepáis agradecer al señor Miralles el esfuerzo que ha hecho durante este mes para daros las clases necesarias con el fin de que perdierais el curso. ¿De acuerdo?

El profesor aplaude las palabras del director y nosotros le imitamos. El director toma nuevamente la palabra:

―Bien, pues hasta el lunes.

Cuando sale del aula, se produce un ambiente de alivio. Siempre es bueno saber que no venía a sancionar a alguien o a traer malas noticias sobre los próximos exámenes o algo así.

El profesor sube al estrado y se dirige a nosotros:

―Bien, como habéis podido escuchar, el señor director no ha traído buenas noticias a todos.

Un leve murmullo de aprobación recorre la clase. Después de unos segundos, añade:

―Y ahora, vamos a revisar la clase de ayer. Vamos a repasar las lenguas románicas. Veamos… ¿Quién quiere explicarnos qué son las lenguas románicas?

Todos le miran, pero nadie dice nada.

Sé la respuesta. Aun así, dudo si debo abrir la boca, ya que sé que lo único que conseguiré serán más reproches de mis camaradas. Cada vez que he dicho que sabía alguna cosa, me ha costado caro. Y, con los años, he aprendido que debo permanecer callado. Pero hoy me siento valiente… Y levanto la mano:

―¡Yo lo sé! –afirmo en voz alta.

―¿Estás seguro? –pregunta el profesor, sabiendo las consecuencias que tendrá mi osadía.

―Sí, señor. Si me permite, lo explicaré.

El profesor asiente con la cabeza y mis veinticuatro compañeros me miran incrédulos. Si salgo al estrado y les doy una lección, lo pagaré caro. Pero no me achanto. Al contrario, me levanto y me acerco a la pizarra. Después, cojo una tiza y dibujo un mapa de un territorio que se parece a Europa.

―Las lenguas románicas proceden del latín. Y se hablan en algunos países europeos como España, Francia, Portugal, Italia… En realidad, surgieron a raíz de la desintegración del Imperio romano y fue durante la Edad Media cuando el pueblo llano de cada país adoptó el latín a su ámbito natural y creó su propio idioma.

Dibujo algunos gráficos y añado algunas explicaciones suplementarias que redondean mis explicaciones.

―Digamos que el latín se fragmentó y se convirtió en diferentes idiomas que se llaman lenguas románicas o romances.

―Correcto –afirma el profesor―. Has hecho un buen trabajo. Has vuelto a demostrar que eres un gran alumno.

Para subrayar sus palabras, se pone a aplaudir, esperando que los alumnos van a seguir su ejemplo, pero se equivoca. El más completo silencio acompaña sus palmadas, dejándonos a ambos casi en ridículo.

Horacio levanta a mano para pedir la palabra y el profesor se la concede.

―Si Arturo trata de demostrar que los demás somos idiotas, quiero decirle que se equivoca. Cualquiera de nosotros sabía la respuesta a esa pregunta –explica, poniéndose en pie―. Lo que pasa es que no nos gusta ridiculizar a nadie.

He entendido el mensaje y bajo la vista en silencio.

―No lo ha hecho para dejar en ridículo a nadie –responde el señor Miralles―. Lo ha hecho porque sabía la respuesta. Ni más ni menos.

―No estoy de acuerdo. Él sabe perfectamente cuáles son los motivos que le llevan a ridiculizarnos cada vez que puede. Es un empollón que quiere hacerse el listo –insiste Horacio―. ¡Lo lleva en la cara!

Su última frase provoca las risas de toda la clase.

―Bueno, demos por terminado este incidente –pide el señor Miralles―, haciendo un gesto con la mano―. Nadie quiere mofarse de nadie. Aquí venimos a aprender.

―Entonces, ¿para qué viene a clase si lo sabe todo?

No puedo contenerme y respondo indignado y de forma atropellada:

―¡Vengo porque tengo derecho a estudiar! ¡Vengo porque nadie puede impedirme ser como los demás!

―¡Pero no eres igual que los demás! ¡Sabes perfectamente que eres diferente a todos! –responde Horacio.

―¡Sí, eres un monstruo y no deberías estar aquí, con nosotros! –grita alguien desde el fondo de la clase.

―¡Solo hay que mírate la cara!

―¡Silencio! –ordena el profesor―. ¡No consentiré que en esta clase alguien pueda ser insultado!

Pero lejos de amilanarse, los alumnos se envalentonan y gritan con más fuerza. Algunos silban y otros ríen, hasta que, entre todos, logran ponerme nervioso… Y noto que le cara se me enciende.

Me doy cuenta de que todos me miran con los ojos muy abiertos, sorprendidos. Borja señala mi cara con la mano y exclama:

―¡Mirad, se mueven! ¡Las manchas negras se mueven!

―¡Qué fuerte! –grita alguien que no identifico.

No lo puedo ver, pero lo noto perfectamente.

―¡Qué pasada! –dice Marisa, absolutamente alucinada―. ¿Cómo lo haces, tío?

Sé que las manchas negras se están desplazando sobre mi rostro. Sé que se mueven lentamente, igual que una serpiente reptando sobre una roca.

―¡Es un monstruo! –grita Horacio.

―Habría que llamar a la policía –dice Inés―. Esto no es normal.

―¡Es brujería! –grita Alfonso.

―¡No soy un monstruo! ―grito varias veces, sabiendo que mis palabras se pierden entre el griterío de mis compañeros―. ¡No soy un monstruo!

Me tapo la cara con las dos manos, pero es demasiado tarde. Toda la clase lo ha visto… Incluso el profesor puede observar con pavor lo que tantas veces le habían comentado y muy pocos habían llegado a ver.

Le miro, implorando permiso para salir de la clase.

―Puedes ir al cuarto de baño –dice con cara de incredulidad―. Vuelve cuando te hayas tranquilizado.

Me acerco al pupitre, cojo mi mochila y salgo corriendo de la clase mientras mis compañeros gritan aquella maldita palabra que tanto odio: ¡Caradragón! ¡Caradragón! ¡Caradragón!

Solo cuando alcanzo la calle empiezo a tranquilizarme un poco.

Ahora, mi gran preocupación es que no me vez nadie. Sé que si me encuentro con alguien, no podré resistirlo y me sentiré muy mal. No me gusta que nadie me contemple de esta manera, con ese gran dibujo en la cara, moviéndose a sus anchas.

Me acerco al espejo retrovisor de un coche y veo que las manchas han formado una especie de letra “A” que me cubre casi toda la cara. Una letra horrible y agresiva que tiene patas con garras cuya cabeza con forma de dragón, está entre mis dos cejas, sobre la frente… ¡No me extraña que la gente se asuste!

Todavía con los nervios a flor de piel, me siento en un banco del parque, cierro los ojos y acaricio mi rostro tatuado…