EL EJÉRCITO NEGRO

CAPÍTULO 2

II

EL LOCO DE LOS LIBROS

ME LLAMO ARTURO ADRAGÓN, VIVO CON MIS PADRES EN LA FUNDACIÓN, EN LA CIUDAD DE FÉRENIX, ESTAMOS EN EL SIGLO VEINTIUNO, HOY ES UN DÍA NORMAL Y TENGO QUE IR AL INSTITUTO.

Cada vez que me despierto por la mañana, después de dormir profundamente, repito la misma frase en voz alta para saber dónde estoy. Mis sueños son tan intensos que me cuesta despertarme y tengo problemas para situarme en la realidad, en mi verdadera realidad.

Esta noche he tenido otra vez un sueño lleno de aventuras extraordinarias, con soldados, castillos medievales, magos, alquimistas… Lo más preocupante es que sufro estas alucinaciones con tanta fuerza que me levanto agotado, como si las hubiera vivido de verdad. Es terrible… No sé qué puedo hacer para evitarlas.

A veces, creo que me estoy volviendo loco. A lo mejor resulta que cuando estás a punto de cumplir catorce años tienes paranoias que no puedes controlar.

Mientras mantengo una dura batalla con mis recuerdos fantásticos, entro en la ducha, abro el grifo y espero a que el agua templada me ayude a salir del mundo de ficción y a entrar en el real. El agua me ayuda a pasar de la Edad Media a la actual.

Me miro en el espejo y veo que la cabeza de dragón que tengo dibujada sobre la frente, entre las dos cejas, sigue en su sitio. Igual que esos extraños manchones negros, que están fundidos sobre mi piel, y que decoran mis mejillas.

Por su culpa me veo como un adefesio y me siento diferente al resto del mundo. Mis compañeros de colegio se encargan de recordármelo cada día. Igual que todas las personas con las que me encuentro, que cuando me ven, no pueden evitar susurrar: “pobre muchacho”. Y los pero es que tengo que darles la razón: mi aspecto es verdaderamente deprimente.

―Hola, dragón –le saludo como todos los días―. ¿Estás bien? ¿No te vas a ir nunca?

Estoy condenado a ser un bicho raro durante toda mi vida. Estoy destinado a vivir solo y apartado del resto de la gente. Los únicos que me soportan son mi padre y los que viven con nosotros en la Fundación.

Froto bien mi mejilla y mi frente con la esperanza de que estas malditas manchas negras se borren y desaparezcan de una vez de mi vida, pero sé que eso no ocurrirá. Sé que me acompañarán hasta el día de mi muerte. Sin duda, seré una persona rara a la que todo el mundo señalará con el dedo.

A veces pienso que debería estar en un circo. Por lo menos se me vería como algo normal. Un chaval que parece un cartel publicitario, con la cabeza de un dragón pintada en al frente, llamaría la atención de mucha gente que estaría dispuesta a pagar por reírse a mandíbula batiente, igual que hacen con los payasos y los deformes. Seguro que tendría más éxito que la mujer barbuda y el hombre elefante juntos.

Tengo un hormigueo por todo el cuerpo que no consigo eliminar y que está empezando a ponerme nervioso. Lleva algunos días molestándome, pero si sigo rascando de esta manera, seguro que me haré alguna herida. Es extraño, pero tengo la impresión de que las manchas se han extendido, de que son más numerosas… Ahora me llegan hasta el lateral de la mejilla y hay algunas sobre la nariz. ¡Esto va de mal en peor!

Mientras me visto, trato de encontrar un significado al sueño de esta noche, pero no lo consigo. Es como un jeroglífico de esos que mi padre colecciona desde hace años y que es incapaz de traducir. Mis sueños son una locura que ni siquiera puedo compartir con nadie. Lo curioso es que siempre aparecen los mismos personajes, los mismos temas… Son como los capítulos de un libro fantástico. Pero esta noche ha sido la peor de todas. Hasta ahora parecía un juego, pero las cosas se han complicado. Nunca había soñado con algo tan impactante y peligroso.

Cojo mi mochila y la abro para asegurarme de que llevo lo que voy a necesitar en el instituto. Saco algunos libros y me llevo los que creo que me van a hacer falta. Me aseguro de que tengo cuadernos, bolígrafos, lápices y goma de borrar.

Todo en orden.

Cada mañana, cuando hago la revisión, me gusta imaginar que preparo el equipaje para irme de viaje a algún lugar lejano, aunque sé que es una fantasía imposible. Hay algunas cosas que me atan a esta ciudad y que no podré dejar… Mi padre, el recuerdo de mi madre, la Fundación, Sombra… Quizá no sean demasiadas, pero son muy importantes, son las pocas cosas que me interesan.

Antes de salir cojo el libro que tengo sobre la mesilla de noche y que he terminado de leer. Es la historia del Rey Arturo, mi héroe favorito.

Bajo por las escaleras lentamente y tropiezo con Sombra, el ayudante de mi padre, que se abalanza sobre mí, como un torbellino:

Sombra, ¿qué haces? –grito sin poder contenerme.

Pero no me hace caso y sigue corriendo, como si estuviera persiguiendo algo…

―¡Maldita rata! –exclama, según da golpes en el suelo con una escoba―. ¡Si te vuelvo a ver, te mataré!

El pobre es incapaz de acabar con ella y se detiene en el rellano, absolutamente agotado. Se apoya contra la pared y se seca el sudor de la frente.

―Cada día hay más ratas. Tendremos que hacer algo –murmura, mientras intenta recuperar la respiración―. Ese maldito animal se estaba comiendo un manuscrito del siglo diez. Menos mal que he llegado a tiempo de impedirlo.

―Tranquilízate, que no es para tanto.

―¿Qué no es para tanto? ¿Bromeas? ¿Crees que está bien que estos bichos se coman los libros?

―No, claro que no. Lo que quiero decir es que no te conviene ponerte así.

―Cuando he visto a esa rata devorando el pergamino, me ha entrado una cólera que…

―Por cierto, ¿has visto a papá esta mañana?

―Está en su despacho. Se ha levantado temprano.

―¿Se encuentra bien?

―Igual que ayer. Creo que no ha mejorado –explica―. Además, se niega a tomar medicinas, así que…

―Voy a visitarle, a ver si consigo convencerle.

―Arturo, ¿has dormido bien? –pregunta Sombra inesperadamente.

―Sí, bueno… como siempre.

Una leve sonrisa indica que ha comprendido mi mensaje. Sin decir nada más, vuelve sobre sus pasos, escaleras arriba. Sombra es como mi segundo padre, aunque, a veces, tengo la sensación de que él me comprende mejor. Es un personaje especial.

―Que tengas buen día –me desea mientras se aleja, arrastrando la escoba.

Me detengo en el segundo piso y entro en la biblioteca principal. Hay grandes estanterías repletas de volúmenes extraordinarios e irrepetibles que hemos ido coleccionando desde hace muchísimos años. La Fundación es una fantástica biblioteca llena de libros sobre la Edad Media. Aquí ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Este es mi mundo.

Me acerco a un estante y coloco el libro de Arturo en su sitio. Antes de salir, busco uno sobre la reina Ginebra que ya je leído muchas veces, y lo meto en la cartera. Su historia me apasiona y me he propuesto escribir una novela sobre estos personajes… dentro de unos años.

Después, entro en el despacho de papá. Está al fondo, inclinado sobre la larga mesa de madera, rodeado de libros y hojas de papel, sujetando la pluma con firmeza, hablando solo, o con los libros, que es lo mismo. Tiene un aspecto horrible. Parece uno de esos sabios que salen en las historias de fantasmas, con el pelo revuelto y barba de varios días, enfebrecido por su actividad, como si no hubiera otra cosa en el mundo, ajeno a todo lo que pasa a su alrededor.

―Papá, ¿cómo estás? –le pregunto, acercándome.

Un poco sorprendido por mi presencia, levanta la cabeza y me mira:

―Arturo, hijo, ¿qué haces aquí a estas horas?

―Papá, son casi las nueve… Ya ha amanecido.

―Como un niño al que hubieran descubierto haciendo una travesura, se levanta y corre los grandes cortinajes de la ventana. Una cascada de luz blanca entra violentamente y le obliga a protegerse los ojos.

―Estoy bien, hijo. De verdad.

―Anoche tenías fiebre. Deberías tomar algo o empeorarás.

―No hay que preocuparse. Me encuentro bien. Además, ahora no me puedo poner enfermo, tengo que terminar este trabajo… ¡Estoy a punto de llegar al final!

―Me gustaría saber de qué va ese trabajo de investigación que estás haciendo desde hace tanto tiempo –pregunto.

―Cuando tenga algo concreto que explicar, te aseguro que serás el primero en saberlo.

―¿Me lo prometes?

―Te lo prometo, hijo, te lo prometo.

―Papá, me preocupa verte tan ofuscado con este asunto. Es como… como si te estuvieras volviendo loco.

Se levanta y me acaricia la cabeza, cosa que hace siempre que quiere hablar conmigo. Después, me pasa la mano sobre las manchas de la cara, como si intentara borrarlas.

―Arturo, no estoy loco, ya sé que lo parezco, pero no lo estoy. No debes pensarlo.

―Lo sé, pero la gente normal no se comporta así.

―Escucha, hijo, nosotros sabemos cosas que las demás personas ignoran. No somos brujos, ni magos… Somos estudiosos e investigadores. Sabemos que en este mundo hay fuerzas desconocidas que actúan sobre nosotros sin que podamos impedirlo. Y ya sabes que no hablo de hechicerías ni de esas cosas; hablo de lo que pensamos, de los que sentimos y de lo que sabemos. ¡Y todo está aquí! –levanta la mano y señala las estanterías de madera, repletas de ejemplares―. ¡Todo está en los libros!

―¿No exageras un poco, papá?

―Lo que no está en los libros no existe –dice con una firmeza que me asombra―. Lo que no está en los libros no es digno de mención. Los libros son el alma y la memoria del mundo.

No me atrevo a discutir. Sé de sobra que la pasión de mi padre por los libros supera cualquier argumento. Vive por y para los libros… Su vida está ligada a ellos y eso me produce sentimientos opuestos: por un lado me gusta, pero, por otro, me asusta. A veces, tengo miedo de convertirme en un reflejo suyo, en un loco por los libros.

―Tengo que irme al instituto –susurro―. Ya es tarde.

―Bien, hijo, que tengas un buen día. Ya te contaré mis avances –musita, desconectando del mundo, antes de sumergirse de nuevo en los papeles y en las letras―. ¡Tarde o temprano encontraré lo que busco!

Antes de irme, le lanzo una mirada y comprendo que ya se ha distanciado de los asuntos reales, que de nuevo se encuentra en el misterioso mundo de las letras, en el universo de las palabras. A veces, pienso que mi padre proviene de un libro, que ha nacido en el despacho de un escritor… O en un tintero.

―Ah, por cierto, dentro de poco es tu cumpleaños. ¿Quieres algún regalo especial? –me pregunta cuando estoy cerrando la puerta.

―Oh, no es igual… Cualquier cosa…

Cierro y le dejo solo en su mundo.

En el portal me encuentro con Mahania, la mujer de Mohamed, el portero, que está abriendo el portalón de madera. Mahania es una mujer pequeña y delgada, que aparentemente tiene pocas fuerzas, pero que, a pesar de los años, sigue haciendo su trabajo con la misma robustez de cuando era joven. Siempre la he admirado en secreto porque veo en ella algo que me recuerda a mi madre.

Es curioso que me evoque a alguien a quien no he visto nunca, ya que mamá murió la misma noche de mi llegada a este mundo. Mahania es, junto a mi padre, la última persona que la vio viva. Y eso me causa un tremendo respeto.

Aparte de lo que papá me ha contado, conozco a mi madre a través de Mahania, o mejor dicho, a través de las palabras de Mahania. Ella me ha contado casi todo lo que sé de ella. Me ha descubierto algunos aspectos de su personalidad y las coincidencias que, parece ser, existían en nosotros.

Dice que, de alguna manera, mi madre y yo tenemos una gran parecido físico. Nuestra mirada tiene el mismo tinte de melancolía. Creo que significa que mamá y yo tenemos el mismo sufrimiento.

―Hola, Mahania, buenos días –saludo.

―¿Ya te marchas al colegio?

―Sí, voy un poco tarde. Mahania, he visto que papá no se encuentra muy bien. Creo que tiene un poco de fiebre –le advierto.

―Sí, Sombra me ha contado que ayer tuvo un mal día. No te preocupes, que yo me ocuparé de él –comenta―. Vete tranquilo. Que mientras yo esté aquí, no le pasará nada malo. Ya sabes cómo se pone cuando se acerca la fecha…

―Gracias. ¿Y Mohamed?

―Ha ido al aeropuerto a buscar a un nuevo invitado. Creo que es un anticuario o algo así.

―Ah, ya, el señor Stromber. Papá le ha invitado a pasar unos días en la Fundación. Creo que van a hacer negocios.

―Ojalá le salgan bien. La cuestión económica no está muy boyante últimamente –explica Mahania―. Esperemos que el señor Strumbler ayude a que las cosas se arreglen.

―Stromber, Mahania, es el señor Frank Stromber. Y no hay que preocuparse por el dinero, las cosas se arreglarán pronto. Estoy seguro. Papá sabe lo que se hace.

―Sí, y los del bancos también.

―¿Los del banco? ¿Qué banco?

―Oh, nada, nada… Tonterías mías. Anda, vete al colegio, que yo me ocupo de tu padre. Que tengas un buen día.

Miro a Mahania esperando una respuesta, pero no me hace caso y entra en su garita cantando una antigua canción de su país. Está claro que no voy a obtener respuesta sobre un tema que me preocupa: ¿el banco está presionando a mi padre?

                                                                                  

Como siempre, el bullicio de la calle me devuelve a la realidad del mundo y me hace recordar que, tras los muros de la Fundación, hay otra vida. Que el mundo es mucho más ancho que el edificio en el que vivo, a pesar de ser el lugar en el que me siento seguro.