CARICIAS DE LEÓN

 

 

CAPÍTULO 4

Cuando llegamos a casa, mamá estaba sentada en el sofá, quieta como una estatua, mirando la televisión como si se tratase de algo nuevo para ella. Verónica, que estaba a su lado, se levantó para dar un beso a Diana.

Me incliné sobre mamá y la abracé cariñosamente para demostrarle que la había echado mucho de menos.

-¿Te encuentras bien? -le pregunté.

-Sí, sí, ha sido una caída sin importancia. Un desmayo inesperado -respondió con un hilo de voz.

-¿No ha sido nada grave, verdad? -susurró Diana, dándole un beso.

-No, Diana, ya digo que ha sido solo una caída desafortunada.

-Mamá, ¿quieres alguna cosa? ¿Necesitas que te haga algún recado?

-No, hijo, de verdad que no. Ya estoy bien y cuánto antes vuelva a mi vida normal, será mejor para todos -suspiró.

-Menudo susto nos ha dado -dijo Diana-. Tenga cuidado de que no vuelva a ocurrir.

-Siento haberos alarmado. Intentaré que no vuelva a ocurrir.

A mamá nunca le ha gustado que nos preocupemos de ella, por eso no insistí, no quería que pensara que la compadecía o algo así. Papá solía decir que era una mujer muy fuerte, que podía con todo: Parece frágil, pero es fuerte dura como una roca. No he visto una mujer que aguante tanto.

Sin embargo, yo la veía cada día más rota y más envejecida.

-Bueno, me voy a acostar -anunció al cabo de un rato-. Ya es muy tarde.

-¿No quieres cenar un poco, mamá? -preguntó Verónica-. Te conviene reponer fuerzas.

-No, hija, de verdad que no -contestó-. Hazles algo a ellos, que estarán hambrientos. Gracias por venir, Diana. Me alegro de verte.

Se levantó y empezó a caminar lentamente, con cuidado de no caerse. Papá se acercó por detrás y le dio un ligero azote en el trasero que la hizo tambalearse ligeramente.

-¿Estás mejor, eh? -bromeó, guiñando un ojo a Diana, que le respondió con una mirada fría como el hielo que se parecía mucho a un reproche.

Mamá no dijo nada y se encerró en su habitación. sin darnos tiempo a preguntarle si podíamos hacer más por ella. Papá trató de animarnos e hizo una proposición:

-Diana, si te quedas a cenar, preparo yo la cena. Os voy a hacer unos huevos con chorizo que os vais a chupar los dedos.

-No sé si...

-Claro que te quedas -dijo Verónica-. Hace tiempo que no vienes a vernos.

-Venga, anda, quédate -le pedí.

-Id poniendo la mesa, que yo me ocupo del resto -ordenó papá, dirigiéndose hacia la cocina.

Verónica. Diana y yo colocamos el mantel mientras papá llenaba la cocina de humo. Poco después, estábamos sentados alrededor de la mesa.

-Bueno, Diana, cuéntame cómo te van los estudios -contento de haber demostrado que era un buen cocinero.

-Ni bien ni mal -dijo-. Lo que mejor llevo es lo de la literatura.

-No me digas que te entiendes bien con ese payaso de Salvador.

-Papá, por favor, no hables así de un profesor -pidió Verónica.

-Salvador no se merece ningún respeto...

-No hemos venido a aquí a discutir, sino a pasar un buen rato -dije, tratando de crear un buen ambiente.

-Oye, oye, por quién me habéis tomado? -protestó papá-. Estáis hablando con uno de los mejores vendedores de fotocopiadoras del país. Soy un excelente relaciones públicas y sé comportarme, ¿vale?

Papá sabía hacer bien las cosas y fue capaz de reconducir la situación, cosa que le agradecí mucho. Al fin y al cabo, Diana era mi novia y, posiblemente, iba a convertirse en mi esposa algún día.

-Leónsegundo es un buen partido -dijo papá, mientras rebañaba el plato-. Va a ser una estrella de fútbol y ganará mucho dinero. Tendrás un buen marido.

Tuve la sensación de que, aunque no dijo nada, aquellas palabras no le gustaron demasiado a Diana.

Eran las diez de la noche cuando se despidió.

-Te acompaño a casa -propuse-. Es un poco tarde.

-No, de verdad, no hace falta...

-¿Cómo que no hace falta? -exclamó papá-. Un hombre no puede permitir que su novia ande a estas horas sola por la calle. Claro que te acompañará.

Ni Diana ni yo fuimos capaces de negarnos a cumplir la orden de papá. En el fondo, yo estaba de acuerdo con él.

Después de despedirnos, salimos a la calle. Era una noche tranquila y apacible, de esas en las que parece que el mundo es un lugar seguro. Llegamos a su portal sin contratiempos y nos despedimos amigablemente.

-Gracias por venir a ver a mi madre -dije-. Te quiero cada día más.

-Yo también te quiero, León -susurró-. Me gustaría que las cosas saliesen bien entre nosotros. Eres un buen chico...

-No debes tener dudas -dije. acercándome con delicadeza-. Hemos nacido el uno para el otro.

-Tienes que cuidar a tu madre -susurró-. Merece que os ocupéis de ella.

Aquellas palabras me sorprendieron  y no entendí a qué venían.

-¿Qué quieres decir? ¿Crees que no la cuidamos bastante?

-No es eso, solo quería explicarte que... Bueno, que una mujer, a su edad, necesita muchos mimos... Ya sabes...

-No te entiendo.

-Déjalo, no tiene importancia.

-Pues dame un beso y lo olvidaré -propuse.

Después de muchos días de discusiones, conseguí darle un beso. Por fin, las cosas habían vuelto a la normalidad.

Cuando entró en el portal, estuve a punto de darle un azote en el culo como despedida, como otras veces, pero me contuve. No sabría explicarlo, pero me pareció que no iba a gustarle. Mientras se alejaba, tuve la sensación de que, entre nosotros, se estaba instalando una especie de barrera que nos estaba separando. Pero preferí no hacer caso a un estúpido sentimiento de desánimo producido, posiblemente, por el accidente de mi madre, que me había afectado mucho. Pero un hombre debe saber reponerse de los momentos de debilidad, así que me prometí que la próxima vez le daría ese azote cariñoso. No sea que lo echase de menos y pensase que ya no la quería.

Mientras regresaba, me acordé de aquella frase que Diana había leído sobe el miedo de la madre y me sentí inquieto. Esas clases de Salvador estaban empezando a ponerme nervioso. Además, eso de que Diana leyera en voz alta, delante de todo el mundo, no me gustaba nada. Nada de nada.

Cuando volví a casa, me encontré con Verónica y papá, que estaban charlando en el salón, con la televisión muy bajita.

-Tenemos que cuidar a mamá -sugirió Verónica, justo cuando yo entraba.

-Le traeremos una enferma, si hace falta -dijo papá, medio en serio, medio en broma.

-Si no la cuidáis como se merece, me enfadaré de verdad -advirtió mi hermana.

-¿Y qué harías si te enfadas? -preguntó papá, muy irónico, dispuesto a no dejarse amilanar.

Verónica tardó un poco en responder.

-Pues... es posible que no os vuelva a planchar una camisa en mucho tiempo, o que no coja una escoba -advirtió finalmente. dejándonos muy sorprendidos-. Os aseguro que estoy dispuesta a cumplir mi palabra.

-Desde luego, las mujeres estás cada día más rebeldes -se quejó papá.

-Es que ya no estamos dispuestas a que no nos tratéis como nos merecemos. Queremos más libertad, cariño y respeto.

-Pero si te he buscado un empleo, tienes un sueldo digno y haces lo que te da la gana. Vas y vienes sin dar explicaciones... Vives como una reina.

-Vives mejor que una reina -añadí, incorporándome a la conversación-. Te quejas de vicio. Lo que pasa es que está de moda molestar a los hombres con esas tonterías.

-Vivo como una reina que barre, que recoge la basura, que se ocupa de que los cacharros estén limpios, de que el cuarto de baño esté en condiciones...

-Oye, oye, que esto no es un hotel -saltó papá-. Alguien tiene que hacer las labores de la casa. Vamos, digo yo.

-Las podríamos hacer entre todos -replicó Verónica-. Así tocaríamos a menos trabajo.

Papá hizo una pausa, conteniendo su ira. Luego, con toda tranquilidad, dijo:

-Esta noche no quiero discutir. mamá acaba de volver de la clínica y no pienso disgustarla. Tengamos paz y tranquilidad.

Una de las cosas que siempre he admirado de él es su habilidad para hacer que las aguas vuelvan a su cauce. Es un verdadero diplomático.